Columna

Odiosas comparaciones

Ningún astrólogo nos advirtió de este año de desastres porque maldito el caso que le hubiéramos hecho. Aún conmocionados por el tsunami asiático -300.000 muertos ya, se dice pronto- llegó el hoyo lunar del Carmel. Y ahora, Madrid nunca puede ser menos, lo del edificio Windsor. Los jóvenes flipan con tanta película de catástrofes reales: nada más adecuado que la hecatombe para atraer atención. Está demostrado que el pensamiento catastrófico, ese que toma cuerpo a partir de la evidencia, fascina a las conciencias posmodernas.

Claro que no es lo mismo que mueran 300.000 perso...

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Ningún astrólogo nos advirtió de este año de desastres porque maldito el caso que le hubiéramos hecho. Aún conmocionados por el tsunami asiático -300.000 muertos ya, se dice pronto- llegó el hoyo lunar del Carmel. Y ahora, Madrid nunca puede ser menos, lo del edificio Windsor. Los jóvenes flipan con tanta película de catástrofes reales: nada más adecuado que la hecatombe para atraer atención. Está demostrado que el pensamiento catastrófico, ese que toma cuerpo a partir de la evidencia, fascina a las conciencias posmodernas.

Claro que no es lo mismo que mueran 300.000 personas -aunque sea en la otra punta del mundo, hoy las tenemos en casa- que se caigan tres casas o que arda un gran edificio. Sin embargo, para hablar de desastre ha de haber víctimas y damnificados, esa ambigua expresión heredada del franquismo que incluye a los paralizados por la fatalidad. En el Carmel y en el Windsor -no es menos asombroso- no ha muerto nadie, pero hay desastre con víctimas y damnificados: vidas conmocionadas y a la intemperie, ritmos cotidianos rotos. Un drama tan próximo que deviene símbolo de inseguridad colectiva. He ahí el meollo: lo que les pasa a otros a nuestro alrededor puede pasarnos mañana a nosotros. En Barcelona o Madrid todos podemos ser víctimas. Eso es lo que explica tanto interés.

¿Son comparables el drama del Carmel y el de la torre Windsor? El incendio de un coloso urbano es mucho más vistoso que el hundimiento de un túnel de metro y el desguace de una montaña. Si la catástrofe acerca Madrid a Nueva York, como ha dicho algún insensato que ha empezado a hablar del Windsor como símbolo de la city financiera madrileña, lo del Carmel descubre unas vergüenzas de andar por casa: un estilo latino de entender el milagro del cemento. En el Windsor vivían auditores, brokers, abogados y millonarios -¿es cierto que por el alquiler del este edificio se ingresaban cada mes 500.000 euros?-, en el Carmel lo hacía gente preocupada por llegar a fin de mes: dos caras opuestas de lo que da de sí el glamour. Madrid y Barcelona, frente a frente. Otra vez.

Llamarse Windsor o Carmel parece una declaración de principios: aquí, los royals, allí, olor a verdura hervida. No es raro, pues, que lo del Windsor madrileño haya copado páginas y páginas de periódicos e inagotables espacios televisivos: el centralismo mediático arrasa, como siempre, pero aquí hay moraleja: los ricos también lloran. ¡Qué grandes lecciones confirman las catástrofes!

Ya lo sabíamos: en todas partes hay grandes víctimas y pequeñas víctimas, según sea su capacidad de influir: un centro financiero tiene poco que ver con un barrio de la periferia sospechosamente catalán. Al centro financiero, por ejemplo, nunca iría el presidente Zapatero ofreciendo 10.000 euros siquiera por ventana, entre otras razones, porque la demolición del Windsor ya costará en torno a 22 millones de euros. Los financieros calculan enseguida el costo de cualquier cosa, no aceptan limosnas, y los gobiernos se guardan bien de contradecirles o discutirles si, por ejemplo, les hablan de déficit fiscales. Previsores, los financieros guardaban copias de sus cuentas en otros edificios. Los del Carmel no han hecho copia de nada y en la Generalitat parecen tener problemas para encontrar documentos que expliquen lo inexplicable. Dos Españas. ¿O no?

El Windsor desafiaba al cielo; el metro del Carmel, a la tierra: nada, aparentemente, más opuesto. Uno miraba arriba, otro abajo, pero ambos han compartido, seguramente, algo más que un destino simbólico y una coincidencia en el tiempo: el delirio de lograr su sueño utilizando chapucillas autóctonas. Un rascacielos que se incendia es lo más parecido a un túnel que se hunde: alguien desconocido ha hecho algo rematadamente mal en ambos casos. España eterna y fatal.

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