Editorial:

Religión y sociedad

La decisión del Consejo Escolar del Estado de pedir al Gobierno que la clase de Religión salga del horario de la escuela y no sea evaluable y las acaloradas reacciones en contra de la Iglesia y organizaciones conservadoras expresan de forma clara la pluralidad de la sociedad española. Es algo que el Gobierno debe tener en cuenta, evitando actitudes doctrinarias; pero el activismo católico también tendrá que aceptar que los no creyentes exijan para sus convicciones el mismo respeto que los creyentes reclaman para las suyas.

La Constitución garantiza el derecho de los padres a que sus hij...

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La decisión del Consejo Escolar del Estado de pedir al Gobierno que la clase de Religión salga del horario de la escuela y no sea evaluable y las acaloradas reacciones en contra de la Iglesia y organizaciones conservadoras expresan de forma clara la pluralidad de la sociedad española. Es algo que el Gobierno debe tener en cuenta, evitando actitudes doctrinarias; pero el activismo católico también tendrá que aceptar que los no creyentes exijan para sus convicciones el mismo respeto que los creyentes reclaman para las suyas.

La Constitución garantiza el derecho de los padres a que sus hijos reciban "la formación religiosa y moral" que esté de acuerdo con sus "convicciones". Ese derecho, garantizado en la práctica para los católicos (y no para los creyentes de otras confesiones), no puede convertirse en obligación para los no creyentes, como ocurre en los Estados confesionales. Resulta saludable que un organismo consultivo y tan plural como el Consejo Escolar plantee su oposición a que enseñanzas confesionales se equiparen a las demás asignaturas; y que, en coherencia con ese pronunciamiento, proponga la derogación del acuerdo sobre enseñanza de la religión suscrito en 1979 entre España y la Santa Sede.

La reforma de la Ley de Calidad de la Educación propuesta por el Gobierno plantea una solución razonable: la oferta de la asignatura de religión será obligatoria para los centros, pero será voluntario cursarla o no; será evaluable -para evitar una actitud pasiva de los alumnos-, pero no se tendrá en cuenta a efectos de nota media para acceso a la Universidad, y tampoco para obtener becas. Es una solución equilibrada porque reconoce un derecho sin aceptar que se convierta en privilegio en perjuicio de quienes opten por no cursar la asignatura. Es absurda la pretensión de la jerarquía eclesiástica de convertir sus particulares preferencias educativas en baremo de respeto a los derechos y libertades ciudadanas. Por ejemplo, su empeño en obligar a todos a una asignatura alternativa, para evitar que los alumnos rechacen cursar Religión para tener una materia menos.

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El Gobiermo ha decidido consultar al Consejo de Estado la posibilidad de que exista esa asignatura alternativa, pero que pueda dispensarse de cursarla a los alumnos que expresamente lo soliciten. El debate se centra en la práctica en la escuela pública, ya que en la concertada católica -a la que representan la mayoría de las organizaciones que se han quejado por el informe del Consejo- casi todos los alumnos estudian Religión y no su alternativa. Pero seguramente interesa mantener un cierto tono de conflicto para negociar las otras cuestiones pendientes en las relaciones Iglesia-Estado.

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