Columna

Tradición

Ah, las venerables, las sacrosantas tradiciones: esos símbolos que nos atan al pasado, que nos sirven de cordón con que mantenernos unidos al resto de congéneres de nuestro mismo pueblo, esas sonoras señales de identidad que impiden que nos diluyamos en la salsa de las nacionalidades, las comunidades económicas, los orientes y los occidentes. Pronunciamos esa palabra, tradición, y nos viene a las mientes una cándida abuelita preparando el mantel para la Nochebuena, o las niñitas vestiditas de faralaes con la edad apenas imprescindible para llegar a la cocina sin desollarse las rodillas; aunque...

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Ah, las venerables, las sacrosantas tradiciones: esos símbolos que nos atan al pasado, que nos sirven de cordón con que mantenernos unidos al resto de congéneres de nuestro mismo pueblo, esas sonoras señales de identidad que impiden que nos diluyamos en la salsa de las nacionalidades, las comunidades económicas, los orientes y los occidentes. Pronunciamos esa palabra, tradición, y nos viene a las mientes una cándida abuelita preparando el mantel para la Nochebuena, o las niñitas vestiditas de faralaes con la edad apenas imprescindible para llegar a la cocina sin desollarse las rodillas; aunque no todas las tradiciones resultan igual de amables y no todas podrían haber encontrado cabida en un apólogo de los hermanos Grimm. Sólida tradición entre los romanos fue la lucha de gladiadores, que aunque como todo el mundo logrará entender curtía el carácter y servía de desahogo a las tensiones vecinales, habría chocado hoy con dos o tres organizaciones puntillosas de defensa de los derechos humanos. Una tradición no menos festiva y jubilosa fue la que documenta el antropólogo Marvin Harris en un muy docto volumen titulado Caníbales y Reyes: después de cada batalla, los aztecas respetaban el rito ancestral y ecológico de ejecutar masivamente a los prisioneros del enemigo derrotado para alimentarse de sus vísceras. Y ya que hablamos de tradiciones y conductas sancionadas por nuestros ancestros, por qué no recordar el derecho de pernada, que se mantuvo vigente en el Viejo Mundo hasta el siglo XVIII, o esas tonificantes cacerías durante las cuales los jóvenes señoritos de la Norteamérica profunda se dedicaban a perseguir negros para lincharlos, siempre el día de su puesta de largo, con el fin de que todos los vecinos entendieran que el pequeño Johnny se había convertido en todo un hombre, demócrata y adulto.

No me cabe la menor duda de que el negrero Johnny, el romano Bruto y el Duque de Yorkshire habrían recibido con un espanto desabrido nuestras críticas a sus tradiciones, porque todas ellas les fueron confiadas a cada uno por sus padres con la orden anexa de mantenerlas vivas en el futuro. Tal vez no entenderían que son conductas salvajes e injustas y que los degradan como seres humanos, y es que este mismo concepto, el de humano, aún no estaba maduro para penetrar en las ensaladeras de sus cerebros. Algo parecido sucede con nuestra racial fiesta de los toros o con esa pobre pava que todos los años, para reiterar una liturgia no menos colorista, los mozos arrojan desde el campanario de la iglesia de Cazalilla, un pueblo de Jaén. Igual que un azteca o un panadero romano sacudirían la cabeza cuando le argumentásemos recurriendo a nociones como la dignidad de la especie y los derechos universales, un apoderado taurino a un lanzador de pavas se obcecan y hablan y vuelven a hablar de tradición en cuanto citamos el respeto a la vida o la evitación del dolor ajeno, por mucho que salpique a un geranio, una escolopendra o un mandril. Sí: todos procedemos de los mismos átomos de carbono, de las mismas amebas sumergidas en el mismo caldo original, y la pava y el morlaco torturado con banderillas no son menos parientes nuestros que el desconocido que nos respira contra la nuca en el autobús. ¿Se ve usted arrojándolo desde lo alto de una tapia?

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