Columna

El otro

Sólo gozan radicalmente del carnaval quienes se disfrazan de tal modo que no los reconoce ni la madre que los parió. Van por ahí ellos solos, anónimos y asilvestrados, diciendo lo que les da la gana a voz en grito, alborotando a la infancia e inquietando a los perros. Suele tratarse de personas aparentemente normales en su vida cotidiana, pero en estas fechas cambian de identidad con todas sus consecuencias y se convierten en otro, el otro que llevan dentro y que permanece agazapado el resto del año. Eso es el Carnaval; lo demás suele ser una sonrojante disculpa para hacer el ridículo impuneme...

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Sólo gozan radicalmente del carnaval quienes se disfrazan de tal modo que no los reconoce ni la madre que los parió. Van por ahí ellos solos, anónimos y asilvestrados, diciendo lo que les da la gana a voz en grito, alborotando a la infancia e inquietando a los perros. Suele tratarse de personas aparentemente normales en su vida cotidiana, pero en estas fechas cambian de identidad con todas sus consecuencias y se convierten en otro, el otro que llevan dentro y que permanece agazapado el resto del año. Eso es el Carnaval; lo demás suele ser una sonrojante disculpa para hacer el ridículo impunemente e incrementar las reservas de vergüenza ajena.

La "carnavalización" es una teoría creada en 1928 por el pensador ruso Mijail Bajtin. Eugenio Trías, en su Filosofía del carnaval, lo relaciona con la disolución del yo: las máscaras son auténticas manifestaciones del alma profunda; la persona no es un ente inmutable. El carnaval verdadero implica el reconocimiento y la institucionalización de las propias contradicciones. Hay que incluir en los Derechos Humanos el j'est autre ("yo es otro"), de Rimbaud. Se puede llegar más lejos sin extorsionar las leyes lógicas: el individuo es polividuo. Un ciudadano, decente o indecente, alberga en su interior a muchas personas, algunas de las cuales son impresentables. De todo lo cual se colige que hay que estar siempre con la mosca detrás de la oreja con respecto a uno mismo y hay que dar salida de vez en cuando al pirata o al arzobispo latente que anida en nuestras entrañas más profundas, sin olvidar en ningún momento el humor y la ironía, pero sin perder tierra jamás porque te puedes meter en berenjenales incómodos.

Conozco a un señor maduro que jamás se volverá a disfrazar. En los carnavales del año pasado se transformó en Frankenstein. Azuzado por las cervezas, hubo de acudir a los lavabos de un bar a la hora del aperitivo. Al mirarse en el espejo se quedó petrificado olvidándose por completo de que iba disfrazado. Su frágil corazón no lo pudo resistir y le dio un infarto. Se salvó de milagro. No es recomendable asustarse a uno mismo. Mucho ojo con el otro.

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