Columna

La oficina

"Un empleado se lía a navajazos en la oficina". Eran las siete y media de la mañana, una hora en que uno sólo sale de casa para ir a trabajar o para hacerse un análisis de sangre, cuando algunos viajeros del metro, al desplegar los periódicos gratuitos que reparten a la entrada, nos encontramos con esta noticia. La fuerte luz del techo daba un relieve extraordinario a aquellas letras negras, que todos mirábamos con cierto pudor, como si fuésemos leyendo una novela erótica. A saber lo que nos cruzaba por el pensamiento. A saber cuántos navajazos de los que hacen herida pero no sangre nos habían...

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"Un empleado se lía a navajazos en la oficina". Eran las siete y media de la mañana, una hora en que uno sólo sale de casa para ir a trabajar o para hacerse un análisis de sangre, cuando algunos viajeros del metro, al desplegar los periódicos gratuitos que reparten a la entrada, nos encontramos con esta noticia. La fuerte luz del techo daba un relieve extraordinario a aquellas letras negras, que todos mirábamos con cierto pudor, como si fuésemos leyendo una novela erótica. A saber lo que nos cruzaba por el pensamiento. A saber cuántos navajazos de los que hacen herida pero no sangre nos habían ido propinando a cada uno a lo largo de nuestra vida y viceversa. Más de uno nos quedamos pensando si no estaríamos engendrando el odio en alguien, sin saberlo.

El momento elegido para el brote de ira del ciudadano J. C. R. V. no pudo ser más oportuno, las 11.15, hora del desayuno. ¿A quién se le ocurre inquietar a un empleado a la hora sagrada del café? El lugar de los hechos: el corazón mismo de una tragedia griega de nuestros días, una torre de oficinas es de suponer que con su moqueta, sus ordenadores, sus teléfonos, sus pequeñas plantas humanizando el ambiente y sus silloncitos donde empequeñecerse esperando que las puertas acorazadas de los jefazos se abran. ¿A quién se le ocurre hacer esperar a un empleado angustiado por la posibilidad de que lo echen o le regañen, en la hora crucial del desayuno?

La persona agredida tampoco podría ser más emblemática: la jefa de Recursos Humanos de la empresa. Por cierto, ¿pudo empeorar el calamitoso estado nervioso del agresor el hecho de que fuera jefa en lugar de jefe? Claro que los pelotas que acudieron a socorrerla no se fueron de rositas. Unos siete heridos en total. Ni siquiera él mismo se libró de sus propias cuchilladas. Como un animal herido buscó refugio en el último santuario de aquel lugar inhóspito y desagradecido, en el cuarto de baño. Cuando lo redujeron, los azulejos estaban cubiertos de sangre. Y uno de los guardas de seguridad declaró: "No decía nada, tenía la mirada perdida". Ni Sófocles lo habría ambientado mejor.

Quizá parte de la culpa sea de cariz semántico y se deba a la sustitución del Departamento de Personal de toda la vida por el de Recursos Humanos, que hace pensar en una mina profunda y oscura en Marte y la voz de un androide o un robot diciendo por un altavoz: "Necesitamos tres vagones de recursos humanos". Y es que la sensibilidad del empleado en general podría resentirse al verse reducido a puro y duro recurso. Hacerle saber formalmente que sólo es un recurso, aunque sea humano, no está nada bien. Puede que J. C. R. V., varón, 43 años, 13 años de servicios en la empresa, de pronto se sintiera un recurso de mierda, un recurso paranoico, un recurso confuso y finalmente un recurso peligroso.

El lugar de trabajo, llamémosle oficina, es un escenario extraño, impersonal, funcional, en el que dejamos mucho tiempo de nuestras vidas y muchas emociones, y donde hemos de convivir con personas que no hemos elegido y a las que vemos más que a nuestros seres queridos. Con algunas nos encariñamos y a otras les tomamos un asco que no veas. Es el caldo de cultivo ideal para desarrollar todo tipo de obsesiones, ambiciones, manías y también virtudes, quien las tenga. Y, sin embargo, los hay que se aficionan tanto a esa tierra de nadie, a flotar entre problemas, que se ponen malos cuando han de tomar vacaciones.

Ese sitio en que tenemos una mesa, una silla, un ordenador, una papelera, un teléfono, alguien por encima a quien rendir cuentas y, con suerte, alguien por debajo, es el corazón de nuestra forma de vida. Es a nuestro tiempo lo que la agricultura al Neolítico. Y a veces se hacen verdaderos sacrificios -e incluso hazañas-para lograr un puesto así. Digamos que desde que Gógol escribió El Capote, una novelita de la que con gran visión de futuro dijo Dostoievski que hemos salido todos, llevamos la oficina incorporada a nuestro ADN, de modo que hasta los que trabajamos en casa y no tenemos un puesto de trabajo formal, por ejemplo, los escritores, de alguna manera sinuosa continuamos teniendo jefes, tantos que a veces ni siquiera llegamos a conocerlos, y compañeros con los que nos relacionamos fantasmalmente en las páginas de los periódicos o en las mesas de novedades de las librerías o apretados en las estanterías. Y en ocasiones algunos hasta caemos en la tentación de alquilarnos un pequeño despacho lejos de casa, total para sentirnos, con toda la intensidad de que somos capaces, un recurso humano.

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