Crítica:

La libertad de divertirse

Al margen de exposiciones más o menos institucionales, que tienen sentido en una figura histórica, es bueno que un artista como Rafael Canogar (Toledo, 1935), para nada retirado, descienda de vez en cuando, como quien dice, a la arena del circuito comercial, con una muestra donde exhiba su obra última en una galería privada, como es el caso. En ésta, de Madrid, Canogar ha reunido un conjunto importante de cuadros, fechados entre 2002 y 2004, de diversos formatos, todos los cuales están cortados por el patrón de una técnica mixta sofisticada, aunque, según el tamaño, resuelven problemas diferen...

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Al margen de exposiciones más o menos institucionales, que tienen sentido en una figura histórica, es bueno que un artista como Rafael Canogar (Toledo, 1935), para nada retirado, descienda de vez en cuando, como quien dice, a la arena del circuito comercial, con una muestra donde exhiba su obra última en una galería privada, como es el caso. En ésta, de Madrid, Canogar ha reunido un conjunto importante de cuadros, fechados entre 2002 y 2004, de diversos formatos, todos los cuales están cortados por el patrón de una técnica mixta sofisticada, aunque, según el tamaño, resuelven problemas diferentes de lo que constituye su obsesión más recurrente en la etapa de su madurez: el espacio. Habría que añadir al respecto, dentro del lenguaje no figurativo que practica durante los últimos lustros, que subsiste en él la tensión integradora de elementos geométricos, gestuales y matéricos, pero que todos ellos se imbrican cada vez con mayor naturalidad y lustre, con ese toque sabio de que lo difícil y complejo parezca simple y sencillo.

RAFAEL CANOGAR

Galería Metta

Villanueva, 36. Madrid

Hasta el 26 de enero

En los cuadros más grandes,

como Pronaos (2004), nos sorprende con un uso más luminoso y brillante del color, donde se yuxtaponen o superponen campos cromáticos suntuosos, que dan a su tradicional gama española la solemnidad y la refulgencia doradas del arte bizantino y del refinamiento oriental, algo que tradicionalmente, en el arte moderno occidental, pareció no traspasar la frontera de la Viena de fines del XIX. En la obra citada, la combinación es sobria a la par que espectacular, pues ésta se resuelve en negro, rojo y oro, pero hay otras donde el rojo es sustituido por el azul y, en general, otras elegantes mezclas de grises y amarillos, verdes y, en fin, de variaciones de vibrante luminosidad, que, en cierta manera, "alegran" con un toque juvenil su proverbial seriedad castellana. Por otra parte, retoma Canogar su primitiva habilidad para el ensamblaje, con inserciones de fragmentos de realidad, pero ahora despojada de la anterior implicación semántica, lo que produce un efecto como más musical, incluso cuando el relieve de los elementos insertos tiene un perfil punzante, que queda endulzado por la oleaginosa y uniforme pigmentación que los recubre. Esto ocurre también con los papeles recortados, plegados o, simplemente, rotos, cuyo relieve nos remite a la irregular belleza de lo accidentado, espontáneo y abrupto, pero trasluciendo siempre una sensación de serenidad y control.

En cierto sentido, es como si a Canogar, al percibir el dominio de la madurez, no le preocupara ya ningún atrevimiento, o, incluso, mejor, como si, por decirlo de alguna manera, se "divirtiera" más con la ciertamente infinita combinatoria de la libertad. Quizá sea este hacer lo que quiera, sin perder jamás el control, lo que transmite, en esta obra última de Canogar, una sensación de optimista y jovial brillantez.

'Propileo' (2004), óleo de Rafael Canogar.

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