Columna

Los magos

Hoy hay miles de personas que tienen en casa, sin saber qué destino darle, un disfraz de rey mago. Son concejales, o artistas de renombre, o lumbreras locales, o próceres en general, que fueron elegidos por el alcalde para representar a sus majestades del Oriente en la cabalgata de anteayer, que viene a ser algo así como el día nacional de la sacarosa. Pero, aparte de esos miles de monarcas de paripé, ¿qué sabemos de aquellos reyes que hace más de 2.000 años se echaron a los caminos inciertos para seguir el rumbo que les marcaba una estrella? En realidad nada: en la Biblia sólo los cita san Ma...

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Hoy hay miles de personas que tienen en casa, sin saber qué destino darle, un disfraz de rey mago. Son concejales, o artistas de renombre, o lumbreras locales, o próceres en general, que fueron elegidos por el alcalde para representar a sus majestades del Oriente en la cabalgata de anteayer, que viene a ser algo así como el día nacional de la sacarosa. Pero, aparte de esos miles de monarcas de paripé, ¿qué sabemos de aquellos reyes que hace más de 2.000 años se echaron a los caminos inciertos para seguir el rumbo que les marcaba una estrella? En realidad nada: en la Biblia sólo los cita san Mateo, y al vuelo. Pero ese no saber nada ha propiciado la libertad de las leyendas, que suelen ser más fascinantes que las verdades históricas.

A principios del siglo IV, santa Elena, madre del emperador Constantino, reunió los despojos de los magos para que se venerasen en Constantinopla, y allí estuvieron los tres fiambres hasta que fueron obsequiados a san Eustorgio, que los trasladó a Milán, teniendo por brújula la misma estrella hechicera que guió a los magos en su viaje. Según la leyenda, aquel santo transportista se hizo con una carroza tirada por dos bueyes, aunque tuvo la desventura de que, cuando pasaba por un tramo enriscado de los Balcanes, un lobo hambriento atacó y mató a uno de ellos. San Eustorgio se puso hecho una fiera con la fiera, de modo que el lobo no tuvo más remedio que aceptar que el santo enfurecido le unciera el yugo de su víctima.

San Eustorgio entró, pues, en Milán con esa extraña yunta y con la no menos extraña mercancía de tres sepulcros que estaban rodeados por un aura dorada, como señal de que jamás debían ser separados. Pero, cuando Barbarroja, a mediados del siglo XII, saqueó Milán, aquellos sepulcros formaron parte del botín, a pesar del intento de algunos milaneses piadosos de ocultar las reliquias. Los tres reyes acabaron, en definitiva, en Colonia, allá en Alemania, para satisfacer de ese modo, más allá de la muerte, su afán de nomadismo. Y allí siguen, aunque, a finales del siglo XIX, gracias a las artes diplomáticas del arzobispo de Milán, los alemanes devolvieron a los milaneses una tibia, un húmero y un esternón de los magos. Tres huesos con los que no podría hacerse ni un puchero, pero menos es nada.

Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Colonia fue bombardeada por los aliados, los mandos militares ordenaron a sus pilotos que ni se les ocurriera hacerle un solo arañazo a la catedral. Con todo y con eso, 14 bombas le cayeron encima al sagrado recinto, porque da la impresión de que las bombas tienen sus peculiaridades de carácter. Cuando los aliados, tomada ya la ciudad, fueron a ponderar los desperfectos, comprobaron que todas las reliquias que se veneraban en la catedral habían desaparecido, gracias a manos previsoras y temerosas que las pusieron a tan buen recaudo, que nadie sabía cuál era tal recaudo. Dos meses después, un soldado de Oklahoma encontró de forma casual los restos de los reyes magos mientras procuraba desactivar una mina, allá en Vestfalia.

Pero lo importante, en fin, es que hoy los niños juegan, con ojos asombrados, gracias a todo ese lío.

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