Crítica:

La rueda de los libros

A los lectores pertinaces de diarios nos suele ocurrir que nos mimetizamos en las páginas que leemos y, cuando nos asomamos a ese espejo de papeles ajenos, no vemos arrugas y achaques, propios del fluir diario al que estamos abocados, sino que, de alguna forma, nos reconforta adivinárselos a ellos, diaristas pertinaces también, los achaques y arrugas, digo. Así, José Luis García Martín lleva diez años publicando sus diarios y, con el tiempo, se ha ido haciendo una fama, más que justificada, de gato con botas (y con garras), de espadachín un tanto broncas, que gusta de buscar el rostro d...

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A los lectores pertinaces de diarios nos suele ocurrir que nos mimetizamos en las páginas que leemos y, cuando nos asomamos a ese espejo de papeles ajenos, no vemos arrugas y achaques, propios del fluir diario al que estamos abocados, sino que, de alguna forma, nos reconforta adivinárselos a ellos, diaristas pertinaces también, los achaques y arrugas, digo. Así, José Luis García Martín lleva diez años publicando sus diarios y, con el tiempo, se ha ido haciendo una fama, más que justificada, de gato con botas (y con garras), de espadachín un tanto broncas, que gusta de buscar el rostro de su adversario y dejarle una bonita y elegante cicatriz prusiana. Larga es la lista de damnificados y desde hace unos años, desde que este crítico y escritor asturiano (aunque le nacieron extremeño), de estilete afilado y certero y apariencia pacífica y reservada, empezó con sus mandobles, en el mundo literario las cicatrices prusianas son como signos masónicos, que ayudan a reconocerse a los supernumerarios de tan ilustre cofradía.

LEÑA AL FUEGO

José Luis García Martín

DVD. Barcelona, 2004

246 páginas. 14 euros

Y, sin embargo, García

Martín aparece en esta última entrega de sus diarios y ajustes de cuentas como un gato montés de uñas recortadas, como espadachín fatigado de su habilidad para el mandoble maldiciente, y nos entrega, en Leña al fuego, una más serenada colección de días, viajes, libros y sensaciones, que nos hace más cálidas y próximas estas páginas diarísticas. A García Martín le está pasando como a esas actrices que maduran bien. Ya no hay tanto ruido de sables en estas páginas. Los damnificados son menos (aunque los hay, vive Dios que sí, que quien tuvo, retuvo, y cómo), no hay tanto afán por hacer cicatrices prusianas y los márgenes de este libro, intenso y maduro, ya no son bancos de sangre (literaria). Aquí García Martín se nos presenta más contenido, lector voraz de libros, que absorbe como quien llena su vida con las historias encontradas en éstos. Hay ciertas llamaradas, azuladas por la melancolía, que son inmersiones en su propia intimidad, en su propia (buscada, consentida, aceptada) soledad (qué neutro es ese tú que se va de su casa dejándole una caricia o un reproche, una negativa o un quizá). Hay un relato autobiográfico que sorprende por su intensidad narrativa (el equívoco tan franquista de enredarle en lo de la calle del Correo de hace treinta años). Hay una continua sed de viajes y libros, que comparte con los lectores, cómplices (en esta clase de libros hay que ser cómplices). Habrá quien eche de menos sus garras o sus estéticas cicatrices prusianas. Pero esto es lo que hay, y está muy bien.

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