Columna

Cibeles municipal

Madrid es un galimatías que ofrece a propios y extraños la peculiaridad de que las cosas se conozcan por otro nombre que el propio. Como signo curioso, los que vivimos en esta ciudad sabemos dónde está la Red de San Luis que, propiamente, no existe, es una entelequia, una convención en el cruce de la Gran Vía con la calle de la Montera. La Casa de la Panadería alberga, en la plaza Mayor, oficinas municipales; la Casa de Correos es hoy la sede de la Comunidad de Madrid, antes fue Dirección General de Seguridad y Ministerio de la Gobernación; nunca, que se sepa, albergó actividades postales, que...

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Madrid es un galimatías que ofrece a propios y extraños la peculiaridad de que las cosas se conozcan por otro nombre que el propio. Como signo curioso, los que vivimos en esta ciudad sabemos dónde está la Red de San Luis que, propiamente, no existe, es una entelequia, una convención en el cruce de la Gran Vía con la calle de la Montera. La Casa de la Panadería alberga, en la plaza Mayor, oficinas municipales; la Casa de Correos es hoy la sede de la Comunidad de Madrid, antes fue Dirección General de Seguridad y Ministerio de la Gobernación; nunca, que se sepa, albergó actividades postales, que debieron rondar por los alrededores. Y lo que sí fue sede de Correos, en la plaza de Cibeles, un edificio pretencioso, ya incorporado a la fisonomía de la capital, la vieja Nuestra Señora de las Comunicaciones, va a convertirse en la ubicación majestuosa del Ayuntamiento, sueño que parece hecho realidad por el actual alcalde Ruiz-Gallardón.

Recuerdo una peripecia casi kafkiana que me ocurrió hace algún tiempo. En el buzón del portal donde vivo -violentados y saqueados impunemente desde hace unos años- recogí el impreso dejado por un cartero distinto del habitual, hombre simpático y atento, donde se me informaba de la existencia de un telegrama a mi nombre, no entregado por ausencia de receptor en el domicilio. Falso de toda falsedad, pues entonces padecíamos obras en el edificio que, entre otras cosas, interrumpieron el uso del ascensor y los vecinos de los pisos altos salimos sólo en caso de extrema necesidad. Ese día no pusimos los pies en la calle y era simple la deducción: el funcionario, ante la perspectiva de subir los siete pisos, optó por dejar el dicho mensaje. Era su palabra contra la mía.

Algo tenían aquellos telegramas azules que despertaban a dosis iguales inquietud y curiosidad. Fui, pues, a Cibeles y en el amplio vestíbulo de Correos inquirí por el lugar donde hallar el mensaje y expresé la queja correspondiente, que fue amablemente acogida, informándoseme de que la reclamación era frecuente y el lugar donde presentarla. Cartería, se encontraba accediendo a la oficina por la puerta G, en el piso tercero. Tras una sucinta información, me sumergí en las entrañas del enorme edificio, entreviendo, de vez en cuando a una multitud de mujeres y hombres atareados en la clasificación de cartas, como hace 70 años y el eco que me llegaba quizás procediera del hábito de cantar las direcciones confusas, por si algún colega descifrara el enigma.

Tras varias subidas y bajadas, con informaciones confusas sobre la localización de la covachuela, al fin di con ella. El telegrama fue entregado y ni siquiera recuerdo ahora su contenido. Hubiera debido dejar un rastro de piedrecillas, como Pulgarcito, para encontrar la salida, pues guiado por mi incompetente sentido de la orientación me extravié y fui a parar a una salida en la trasera calle de Montalbán.

Había perdido la noción del tiempo, siguiendo las contradictorias pistas de las personas que encontré durante mi peregrinaje, cuando me encontré al funcionario eficiente, concienzudo, aplicador inflexible de las normas, fueran las que fuesen. Por aquella puerta estaba prohibido el tránsito de personas, sólo pasaban los paquetes postales. Fueron inútiles mis súplicas de que me considerara un paquete postal, una muestra sin valor, un impreso publicitario y pudiera dar aquellos dos pasos que me separaban de la salida, para no volver al dédalo de corredores, estancias y despachos. Yo había ido allí a recoger un telegrama y a presentar una queja y me encontré con el funcionario insobornable, íntegro, celoso cumplidor de la consigna recibida. El servicio podía ser imperfecto, venal incluso; es posible que llegaran a amontonarse millones de cartas, a extraviarse centenares, pero por aquella cancela sólo transitaban los paquetes postales y nada en mi aspecto exterior me identificaba con uno de ellos.

El empleado se mantenía en sus trece, postura respaldada por una estatura y robustez que descartaban el uso de la fuerza para alcanzar el glorioso sol de aquella mañana. Merced a la caridad de otro oficinista compadecido, regresé al maldecido punto G, donde me pidieron la contraseña que, por motivos de seguridad hubieran debido darme y nadie lo hizo. Por fortuna, con un gesto condescendiente, me permitieron reincorporarme a la vida civil. Menos mal, me dije, que todavía hay gente que no cumple con su obligación. En aquella ratonera se nos va instalar el Ayuntamiento, si alguien no lo remedia...

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