Un gato con 100 kilos

Jugador de enormes reflejos, Rivero sólo pudo salir de Cuba por un convenio con Hungría

Nacido en el corazón de La Habana popular y arrabalera, Vladimir Rivero (1971) se crió en la época de los suministros soviéticos y las cartillas de racionamiento. Su obsesión, como la de tantos antillanos, tenía forma de diamante, bates y pelotas de cuero. Sin embargo, un día en el colegio se planteó un partido de balonmano en el que Rivero participó, en principio, como comparsa. Fue la última vez que Rivero pensó en el béisbol como futuro. Desde ese momento, su meta fue la de triunfar en el balonmano dentro de un país sin apenas afición a ese deporte.

De sus difíciles comienzos, a Rive...

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Nacido en el corazón de La Habana popular y arrabalera, Vladimir Rivero (1971) se crió en la época de los suministros soviéticos y las cartillas de racionamiento. Su obsesión, como la de tantos antillanos, tenía forma de diamante, bates y pelotas de cuero. Sin embargo, un día en el colegio se planteó un partido de balonmano en el que Rivero participó, en principio, como comparsa. Fue la última vez que Rivero pensó en el béisbol como futuro. Desde ese momento, su meta fue la de triunfar en el balonmano dentro de un país sin apenas afición a ese deporte.

De sus difíciles comienzos, a Rivero le quedaban una forma distinta de ver la vida, con una sonrisa permanente, mucha tranquilidad y unas heterodoxas maneras de portero. Siempre fue un autodidacto. El bloqueo de la isla y las condiciones del balonmano en Cuba le impidieron desarrollar el estilo europeo de guardameta. Nunca pudo visualizar un vídeo de cancerberos como Lorenzo Rico o Matt Olsson y todo lo que aprendió bajo los tres palos fue gracias a sus reflejos gatunos y a una innata capacidad de colocación, además de una agilidad impropia para un jugador de más de 100 kilos de peso.

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Tuvo la suerte de coincidir en el tiempo con la mejor generación de la historia del balonmano cubano: Rolando Uríos, Julio Fis e Ivo Díaz, entre otros, que situaron a la isla en la élite del deporte internacional, pero pronto Cuba se les quedó pequeña a estos jugadores amateurs. El gobierno de Castro, siguiendo su habitual cierre de fronteras para los deportistas, impidió durante años su salida a Europa, donde les esperaban sustanciosos contratos. Sólo en 1997, el Ministerio de Deporte hizo valer un convenio con la Federación Húngara de Balonmano para que ocho jugadores recalasen en la liga magiar. Entre ellos, la estrella Vladimir Rivero, que pasó a engrosar las filas del Dunaferr, el eterno segundón de Hungría, con el que logró una Copa, una Liga y un subcampeonato de la Recopa de Europa.

En la final de este torneo, el destino de Vladimir dio un nuevo giro. El rival de esa noche, el Portland San Antonio estuvo a punto de perder esta final europea a causa de la actuación de Rivero. Con quince paradas en el partido, el meta cubano estuvo a punto de neutralizar la diferencia de nueve goles con la que partían los antonianos. Fue el detonante para que el técnico navarro Zupo Equisoaín, aconsejado de Alexander Bulligan, portero del Portland, decidiera ficharlo de inmediato.

Tras innumerables trámites diplomáticos, el portero pudo vestir la camiseta blanquiazul, aunque durante el primer año sólo en competiciones europeas. Mientras, para matar el mono del balonmano los fines de semana, jugaba los partidos con el equipo junior, siempre al máximo nivel pese a su manifiesta superioridad.

En el Portland vivió sus años dorados con dos Supercopas, una Recopa y una Liga Asobal. Incombustible en la portería, esta temporada estaba cuajando sus mejores actuaciones y, en la actualidad, los navarros eran el equipo menos batido de la categoría.

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