Columna

El dilema

Vas a una caja de ahorros a dar una conferencia sobre, qué sé yo, la función de la metáfora en la poesía barroca sevillana y te dan un talón bancario por tu blablablá, según la tarifa acordada, porque hay que ser algo más que un filántropo para dar una conferencia gratis, sobre todo si se tiene en cuenta que las conferencias son uno de los muchos inventos cómicos del diablo para que nos vayamos haciendo una idea de los tedios infinitos que nos aguardan en su trasmundo, y lo raro no es ya que el público no se duerma en mitad de esos paliques, sino que no se duerma el conferenciante, que es lo q...

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Vas a una caja de ahorros a dar una conferencia sobre, qué sé yo, la función de la metáfora en la poesía barroca sevillana y te dan un talón bancario por tu blablablá, según la tarifa acordada, porque hay que ser algo más que un filántropo para dar una conferencia gratis, sobre todo si se tiene en cuenta que las conferencias son uno de los muchos inventos cómicos del diablo para que nos vayamos haciendo una idea de los tedios infinitos que nos aguardan en su trasmundo, y lo raro no es ya que el público no se duerma en mitad de esos paliques, sino que no se duerma el conferenciante, que es lo que le ocurrió una vez, según cuentan, a Edgar Neville: le tocó echar una charla a la hora de la sobremesa y, entre el sopor de la digestión y el sopor de la erudición, se quedó dormido en mitad de una frase, que es una prestidigitación de veras prodigiosa si no ha nacido uno narcoléptico. Das la conferencia, decía, te pagan y hasta ahí todo bien. Pero, de pronto, el jefe de la obra cultural de la caja de ahorros avanza hacia ti sonriendo y te ofrece un paquete: "Un pequeño recuerdo". ¿Pequeño? ¿Recuerdo? Pues no sé yo: tal vez ni lo uno ni lo otro. Porque el pequeño recuerdo consiste en una esfera de bronce pulido en su cara frontal y de pizarra abujardada en su cara posterior, cruzada por una flecha de acero brillante y rematada con una especie de cráneo tallado en piedra, todo ello sostenido en una peana giratoria de mármol verde veteado en la que reluce una placa dorada con el logotipo de la entidad. Una obra de arte, como quien dice.

En compañía de los directivos de la caja de ahorros, os vais a cenar los dos: tú y tu pequeño recuerdo. Después de cenar, te dejan en el hotel, y, nada más subir a tu habitación, te pones a mirar en los altillos del armario por si hay hueco para abandonar allí la escultura. Lo hay. De modo que la recubres con una de esas mantas supletorias que suelen apolillarse en tales altillos y asunto solucionado. Apagas la luz y procuras dormir, pero, de pronto, te levantas angustiado: "¿Y si la limpiadora del hotel es sobrina del jefe de la obra cultural y le va con la copla a su tío? ¿Y si la limpiadora del hotel no es familiar del jefe de la obra cultural, pero, al tratarse de una mujer honrada, entrega la escultura al director del hotel, que resulta ser primo del jefe de la obra cultural y le da el chivatazo de tu desprecio por las artes decorativas, de manera que quedo como un palurdo?" Enciendes un cigarrillo. "¿Qué hago, Dios mío, con estos 7 kilos y medio de materiales nobles?" Enciendes otro cigarrillo. "Podría regalárselo al taxista que me recoja mañana", pero no sabes si el taxista va a tomarlo como una ofensa. "Yo no soy chatarrero, ¿sabe usted?", puede decirte el taxista. Y a ver entonces qué cara pones. Enciendes otro cigarrillo. Calibras la posibilidad de desmontar la escultura y de dejar las piezas desperdigadas por distintos sitios del hotel, como si fuesen los restos de un cadáver descuartizado. Pero tampoco: el artista se preocupó de ensamblar bien las piezas, optimista sin duda ante la perspectiva de inmortalidad de sus creaciones estéticas. Al fin te duermes. Te despiertas sobresaltado: has soñado con la escultura. Tu avión sale a las 9,30. Son las 8,10. Eso pesa más de 7 kilos. Tienes segundos para solucionar el problema. Y lo solucionas al fin: abres la ventana y te tiras.

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