Columna

Las 3 suecas

Y cómo se te nota cuando observas que la solidaridad y la justicia social y la defensa de los derechos de los oprimidos, de los explotados, se crece, se tensa y amordaza, aunque sea unos instantes, esa glotonería que se encarroña en el parqué del neoliberalismo, y entonces las cosas, las palabras, los gestos recuperan su naturaleza humana. Ayer tarde, cuando regresabas de tus clases, te esperaban en tu desordenado estudio, qué vergüenza, pensaste: montones de documentos, de papeles y de libros por los suelos, ceniceros rebosantes de colillas, notitas adhesivas por todas partes, con teléfonos y...

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Y cómo se te nota cuando observas que la solidaridad y la justicia social y la defensa de los derechos de los oprimidos, de los explotados, se crece, se tensa y amordaza, aunque sea unos instantes, esa glotonería que se encarroña en el parqué del neoliberalismo, y entonces las cosas, las palabras, los gestos recuperan su naturaleza humana. Ayer tarde, cuando regresabas de tus clases, te esperaban en tu desordenado estudio, qué vergüenza, pensaste: montones de documentos, de papeles y de libros por los suelos, ceniceros rebosantes de colillas, notitas adhesivas por todas partes, con teléfonos y asuntos que solventar hoy mismo, aunque, eso sí, una ventana siempre ventilando todo ese personal caos. Y allí estaban las tres jóvenes suecas, con sus bufandas y sus gorros de lana -hacía helor, cerraste la ventana, pusiste el aire acondicionado, te excusaste- y querían conocer qué estaba, qué está pasando con el pueblo saharaui. Las tres jóvenes suecas habían llegado de los campamentos de Tinduf, después de dos o tres semanas de convivencia, donde los saharauis sobreviven en la aspereza de sus campamentos de refugiados. Hablasteis durante unas horas y supiste que aquellas universitarias, junto con algunas más, habían puesto en pie, y ya era un tropel, la Escuela Popular de Farnebo, en su país, para la solidaridad, la igualdad, la democracia y la paz. Te imagino, amigo, en una breve pausa de silencio, mientras te frotabas la sien derecha con el índice y el pulgar, antes de hablar de la brutalidad y el expansionismo alauita, tan cruel como el sionista con los palestinos, de la pasividad de España, potencia administrativa del Sáhara Occidental, de la complacencia interesada de Francia y de Estados Unidos. Ay, ese Bush, comentó una de las jóvenes. Y te recuerdo de golpe cuando escribiste un artículo sobre John Dos Passos, a quien evocabas: "Ellos sobornan a los hombres acurrucados en los bancos del juez, ellos se sientan con los pies encima de las mesas bajo la cúpula de los edificios del Estado. Ellos tiene el dinero, las fuerzas armadas. Ellos han construido la silla eléctrica y le pagan al verdugo para que le dé al conmutador". O los achicharre al raso. Eso pasa, dijiste.

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