Columna

Rosa

Falta un mes, pero todo está ya preparado. Desde el autobús, camino del hospital para hacer ejercicios de rehabilitación, veo que ya trabajan en la fachada de los Grandes Almacenes: falta muy poco para que dentro, envueltas en una luz de exceso, se muevan miles de personas que hablan con las cosas mientras piensan en otras personas a las que quieren comprar algo. El autobús avanza como puede, de modo que me va dando tiempo a recordar el resto: los, árboles, que nunca son lo suficientemente frondosos, verdaderos árboles, repintados con bombillas que acaban pareciendo pocas. Así será, más o meno...

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Falta un mes, pero todo está ya preparado. Desde el autobús, camino del hospital para hacer ejercicios de rehabilitación, veo que ya trabajan en la fachada de los Grandes Almacenes: falta muy poco para que dentro, envueltas en una luz de exceso, se muevan miles de personas que hablan con las cosas mientras piensan en otras personas a las que quieren comprar algo. El autobús avanza como puede, de modo que me va dando tiempo a recordar el resto: los, árboles, que nunca son lo suficientemente frondosos, verdaderos árboles, repintados con bombillas que acaban pareciendo pocas. Así será, más o menos. Y todo está ya preparado.

La sala de rehabilitación de un hospital no tiene por qué ser tan diferente de un gimnasio. En la que yo conozco, al fondo hay una habitación grande con espacios separados por cortinas. Desde donde hago mis ejercicios oigo sonidos que sólo después, cuando me asome a esa sala, podré entender. Sonidos de muelles que se tensan y destensan despacio; pasos lentos y desiguales en una tarima (o algo parecido) y que me recuerdan los del capitán Ahab de Moby Dick, recorriendo cada noche la cubierta de su barco; conversaciones en un tono más bien bajo, con largas pausas de silencio en las que vuelvo a oír los muelles, los pasos. De cómo es un gimnasio sólo sé cosas sueltas que me cuenta algún amigo. Y entiendo algunas diferencias: en la sala de rehabilitación el punto de partida son carencias, dificultades o reveses y la recompensa por el esfuerzo no será una buena forma deslumbrante o un seguro de buena salud, sino una normalidad suficiente que permita echar los pasos, coger las cosas, con menos miedo, y con cuidado. Seguro que en ambos sitios se habla de lo mismo: músculos a los que se llama por su nombre exacto, lo mucho o lo poco que se puede hacer con ellos. Creo que en el gimnasio, mientras hace determinados ejercicios, la gente puede leer ediciones digitales de los periódicos; y que son muchos los que oyen música exclusiva en sus auriculares. En la sala de rehabilitación también se oye música. Pero es la misma para todos y sale de la habitación grande, donde en efecto están los muelles que cuelgan del techo y que un hombre de mi edad tensa y destensa despacio, sentado en una silla. La tarima es en realidad una escalera por la que sube y baja, con muletas, una chica sudorosa. Continúa el rumor de las conversaciones tras las cortinas, y se oye porque el volumen de la radio, un aparato que hay al fondo, en una repisa alta, es discreto. Pero se reconoce en seguida lo que están radiando: el disco de villancicos que ha hecho la cantante granadina Rosa.

En el mes de mayo, mientras convalecía de un serio ataque de mala salud, ví en un programa de Canal 2 Andalucía una entrevista a Rosa. Le estaban preguntando de todo, y ella, que contestaba con una naturalidad completamente rara en la televisión, en todas las respuestas utilizaba dos o tres veces la palabra show. Tan llamativo resultaba que la periodista acabó por preguntarle a qué se refería cuando hablaba de show. Y Rosa contestó: "¿Que qué es el show? Yo te lo voy a explicar. El show es que todo está preparado, menos tú".

Feliz Navidad, Rosa.

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