Crítica:

Carne trémula

Una noche de 1970 nace un niño llamado Víctor en un autobús urbano vacío y parado bajo una enorme guirnalda iluminada de Navidad. No me digan que no es como el arranque de un cuento, un cuento de hoy, que en estos minutos de la película aún está por escribir, ni más ni menos que como la vida de cada cual. Hace pensar en un belén, en el belén de unos tiempos en que no hay pesebres, ni madres vírgenes, ni san Josés, ni estrellas guías, unos tiempos duros y fríos de calles desiertas por un Estado de excepción. Hace pensar en la soledad de esos tres seres (la madre de Víctor, doña Centro, y el con...

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Una noche de 1970 nace un niño llamado Víctor en un autobús urbano vacío y parado bajo una enorme guirnalda iluminada de Navidad. No me digan que no es como el arranque de un cuento, un cuento de hoy, que en estos minutos de la película aún está por escribir, ni más ni menos que como la vida de cada cual. Hace pensar en un belén, en el belén de unos tiempos en que no hay pesebres, ni madres vírgenes, ni san Josés, ni estrellas guías, unos tiempos duros y fríos de calles desiertas por un Estado de excepción. Hace pensar en la soledad de esos tres seres (la madre de Víctor, doña Centro, y el conductor) que en unos asientos usados por cientos de pasajeros asisten a un parto, un parto mil veces narrado por el cine, pero al que el talentazo de Almodóvar le arranca una ternura, un humor y una verdad que se queda rondando por la mente días y días. En general, su cine deja el regusto de la carne muy hecha por fuera y sangrante por dentro. Sofisticado por fuera, pasional y desgarrado en el sistema nervioso del espectador. Se diría que todo, historia, montaje, el calculado color de las paredes, de los sofás o la música sirven, por encima de cualquier otro interés, para sostener las emociones, para darles cuerpo.

Seguramente, para no perderse en palabrería, cuando el material con que se trabaja es tan sensible convienen imágenes contundentes como las zapatillas con las que la madre de Víctor tiene que salir corriendo de la casa en que presta sus servicios por la urgencia de las contracciones y entre las que rompe aguas en el autobús. Sugieren intimidad a la intemperie, prisa, momentos decisivos de vida o muerte en que uno no puede andarse con decoros, porque la realidad, la realidad brutal no es decorosa por mucho que la decoremos y tratemos con insistencia de refinarla. Pero sin duda el gran hallazgo de esta pequeña primera parte está en hacer descansar el peso del auténtico sentimiento maternal en una mujer marginal, doña Centro (Pilar Bardem), que obliga a detenerse el autobús hincándose de rodillas y con los brazos en cruz sin que por eso se le caiga el cigarrillo de entre los dedos, y que luego sin ningún remilgo corta el cordón umbilical con los dientes. Un sencillo acto de humanidad que la gente que ha sufrido sabe que hay que hacer. Qué gran historia se intuye detrás de esta mujer. "Mira, Madrid", le dice con la boca ensangrentada al niño, mostrándole la puerta de Alcalá iluminada y marcando así el territorio de su futuro.

Estos tres maravillosos seres humanos (Pilar Bardem, Álex Angulo y Penélope Cruz) desaparecen de la historia, aunque no de nuestra memoria. Siempre los recordaremos en Víctor (Liberto Rabal) cuando en la secuencia siguiente aparece hecho ya un hombre. Entra en escena en moto y con casco pasando por la misma puerta de Alcalá iluminada de hace 20 años. España ha cambiado. Las calles están llenas de gente y se respira aire de libertad. Lo que antes permanecía oculto ahora está a la vista: trapicheo de camellos, prostitución. En este sentido hay una decisión de dar cuenta de un cambio político y social, de un antes y un después, en que ni el color de los autobuses ni las voces de la televisión son ya las mismas. Pero no por ello esta película apuesta más por la libertad y el compromiso que las otras. La radical libertad creativa que marca a fuego la obra de Almodóvar y que nadie puede discutirle es en sí misma un ejercicio de defensa de la libertad de expresión. Es admirable su empeño por contar su tiempo sin demagogia ni didactismo ni dejándose llevar por lo que los demás quieran ver, sino por lo que él desea contar, y digo lo de deseo con toda intención por ser la clave que domina el mundo y su cine. De hecho, su producción puede considerarse un testimonio sentimental (que no sentimentaloide) de nuestros últimos 20 años. Al fin y al cabo, hacemos lo que hacemos porque sentimos como sentimos.

Pero volvamos al Madrid de los noventa, en que Víctor comienza a cruzarse casualmente con el resto de personajes hasta que sus vidas se mezclan dramáticamente formando un mundo autónomo. El amor, los celos, el odio, el miedo, la culpa, los atrapan en una tela de araña cada vez más tensa, convirtiendo unas vidas ordinarias y anónimas en extraordinarias. Y llegados a este punto hay que hacer justicia al guión, inspirado en una novela de Ruth Rendell y muy bien trabado por Almodóvar y sus colaboradores Ray Loriga y Jorge Guerricaechevarría. Creo recordar haberle oído contar al director que una secretaria al escribir el título puso Carmen trémula, genial confusión que casi le obliga a cambiarlo.

Bien, en la historia hay tres hombres y dos mujeres. Elena es el objeto de deseo de dos de ellos, Víctor y David; y Clara, de Sancho, su marido. David y Sancho son policías. Patrullan por Madrid en coche. David es serio, formal, y como sabremos amante ocasional de Clara. Soporta a trancas y barrancas a Sancho: un borracho temerario, obsesionado porque su mujer le ponga los cuernos y resentido con la sociedad, lo que se dice un cabrón, que le comenta a su compañero: "La gente que no bebéis os creéis que con no beber está solucionado todo". Víctor es repartidor de pizzas (de ahí lo de la moto y el casco) y un romántico, que besa los labios de Elena impresos en un papel, mientras ella se prepara una dosis. Todos ellos, menos Clara, coincidirán en casa de Elena, donde se desata la tragedia, no sin antes asistir al encantamiento de David y Elena con un erótico movimiento circular de cámara que da ganas de salir corriendo a enamorarse de alguien. Pero avancemos, el resultado de este encuentro es que años después vemos a David (un Javier Bardem en estado de gracia) en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 92 hecho un campeón del baloncesto y acompañado de una nueva y angelical Elena, que ahora es su esposa. Víctor lo ve desde la cárcel y le envidia a muerte. Como se ve, el asunto es intrincado y se complicará aún más, como la vida misma.

Javier Bardem (a la izquierda) y José Sancho, en una imagen de Carne trémula, de Pedro Almodóvar.

Rozar la perfección

Interpretada por Javier Bardem, Liberto Rabal, Francesca Neri, Ángela Molina, José Sancho, Penélope Cruz y Pilar Bardem. Dirección: Pedro Almodóvar. Guión: Almodóvar en colaboración con Jorge Guerricaechevarría y Ray Loriga. Basado en una novela de Ruth Rendell. Producción ejecutiva: Agustín Almodóvar. Directora de producción: Esther García. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Affonso Beato. Montaje: José Salcedo.

Ángel Fernández-Santos escribió en EL PAÍS: "Su riqueza crece incesantemente, casi inapelablemente, conformando una película de extraordinaria audacia, precisión y hermosura, compuesta con un rotundo vigor trágico e inseparable de la delicadeza de un humor libérrimo. Es, por ello, una película que roza lo insuperable, que hace coincidir lo que finalmente nos da con lo que a lo largo de su apasionante desarrollo nos promete, que es muchísimo. A esto se le llama en cine rozar la perfección y embarcarnos (con ese mágico roce) en una aventura visual de las más elegantes y mejor construidas que este cronista (que ve medio millar de películas al año) ha visto en décadas".

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