SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 11ª jornada de Liga

Viento de Levante

Después de una rápida escalada por el hueco del ascensor, el Levante ha conseguido invertir los valores del fútbol local y se ha apropiado del papel que solía interpretar el Valencia. Por una vez, las cifras del nuevo candidato no parecen un subproducto del azar ni representan la suerte del principiante: son una expresión cabal del rendimiento. Domingo tras domingo, Alberto Rivera y sus amigos hacen a los espectadores una rara sugestión de ingenuidad y brillantez. Se mueven por el campo con un curioso desenfado escolar, como profesionales de la travesura, pero en el momento preciso saben trans...

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Después de una rápida escalada por el hueco del ascensor, el Levante ha conseguido invertir los valores del fútbol local y se ha apropiado del papel que solía interpretar el Valencia. Por una vez, las cifras del nuevo candidato no parecen un subproducto del azar ni representan la suerte del principiante: son una expresión cabal del rendimiento. Domingo tras domingo, Alberto Rivera y sus amigos hacen a los espectadores una rara sugestión de ingenuidad y brillantez. Se mueven por el campo con un curioso desenfado escolar, como profesionales de la travesura, pero en el momento preciso saben transformarse en el hombre del mazo. Juegan con la pelota como el gato con el ovillo, se la pasan de zarpa a zarpa, y un segundo después, sin perder el hilo, pisan el área y disparan al flanco del portero.

Todos son gente emprendedora, pero nadie personifica el espíritu del equipo tan bien como Alberto. Aún recordamos sus años de cadete: había llegado al Real Madrid desde las canteras de Puertollano. Era entonces uno de esos niños de voz tenue y perfil ligero a quienes la naturaleza ha dado un principio de musculatura y otro de picardía. Todos hablaban de su deslumbrante repertorio de diabluras: privado de la violencia atlética de sus colegas más corpulentos, él no golpeaba el balón; lo pulsaba como quien toca un instrumento musical. Sabía animarlo con todos los efectos, ángulos y superficies, y le transmitía un punto de malicia que hacía pensar en un Maradonita de nueva planta.

Además, era capaz de ejecutar a discreción una exclusiva filigrana, la bicicleta voladora, que había patentado unos años antes el propio Maradona. Bien apoyado sobre la pierna izquierda, inmovilizaba el balón a media altura sobre la bota derecha. Luego, en la posición de cigüeña, lo abandonaba en el aire, trazaba a su alrededor una circunferencia completa con el mismo pie, y volvía a amortiguarlo sobre el empeine sin dejarlo llegar al suelo. Soltaba un pellejo hinchado y recogía una pompa de jabón.

Aunque podía convertir cada ejercicio en un fenómeno paranormal, tanta calidad valió de poco. Los monitores del Madrid padecían el síndrome del funcionario, una forma de miopía que consiste en confundir lo que está muy cerca con lo que esta muy visto, y le dejaron perderse en una maraña de intercambios y cesiones.

Hoy, con el brazalete de capitán, sólo concibe el fútbol en estado natural, ese fútbol de cuna que pasa directamente de los ojos a las venas. Movido por el sentimiento, su juego se respira, crece, late y se aloja para siempre en algún lugar del corazón.

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