Crónica:LA CRÓNICA

La mano alzada

El profesor de dibujo dijo: "Id a comprar linóleum, gubias y tinta". Entonces los gemelos Santilari vivían en Badalona, en una casa con patio, y tenían 11 años. Los dos habían nacido del mismo huevo. En casa guardaban una fotografía de interiores donde se les veía flotando alegremente en el mismo saco. La madre era auxiliar de clínica y el padre visitador médico. Él era un hombre fabuloso que había sido capaz de vender, concretamente, un colchón de espuma para el ataúd de un cadáver gallego. Los domingos el padre se sentaba a escuchar la radio, el carrusel de los partidos de fútbol. Para disip...

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El profesor de dibujo dijo: "Id a comprar linóleum, gubias y tinta". Entonces los gemelos Santilari vivían en Badalona, en una casa con patio, y tenían 11 años. Los dos habían nacido del mismo huevo. En casa guardaban una fotografía de interiores donde se les veía flotando alegremente en el mismo saco. La madre era auxiliar de clínica y el padre visitador médico. Él era un hombre fabuloso que había sido capaz de vender, concretamente, un colchón de espuma para el ataúd de un cadáver gallego. Los domingos el padre se sentaba a escuchar la radio, el carrusel de los partidos de fútbol. Para disipar los nervios dibujaba sobre un papel. Tiraba muchas líneas. No se sabe, pero póngase que 30.000. Al final una línea era la buena y daba en algo. Lo mismo que los pases en el fútbol. El padre dibujaba sin interés, supeditado al fútbol. Cuando los partidos acababan tiraba el papel y el lápiz y se olvidaba de todo eso hasta el domingo siguiente. Por supuesto nadie se ocupaba de aquellos papeles, carentes de interés, que se iban a la basura como los domigos van al lunes. Otra cosa era la manera que tenía de emborronarlos. El lápiz del padre apenas rozaba el papel, muy ligero. "¡Ah!, el lápiz ha de pisar menos que una mosca", decía Pablo Picasso.

Los gemelos Santilari pintan. Llevan 45 años viéndose cada día. Algunos cuadros los hacen entre los dos. No siempre se ponen de acuerdo...

Los hermanos entraban y salían muchas veces del saloncito durante las tardes de fútbol. Cada uno por su lado se había fijado en la mano del padre. Se alzaba con tanta suavidad y ligereza que se hacía difícil creer que hubiera alguna relación entre el movimiento y las líneas que iban apareciendo. Parecía que la mano diera indicaciones a alguna fuerza misteriosa y obediente, la verdadera autora material de las cosas. Los hermanos tenían la edad suficiente como para registrar el misterio y no olvidarlo. Pero eran pequeños para hacerse confidencias. Los hermanos iban cada a uno a su rollo. La rareza es que se trataba del mismo rollo. Muchos años después, una mañana, uno de los dos habló de la mano del padre y el otro asintió como fulminado.

El profesor de dibujo había recomendado, para el linóleum, la casa Piera, en el barrio de la catedral. Subieron al autobús, acompañados por la madre, y se sentaron. El camino discurrió muy lento. La calle de Pedro IV les pareció larga como un reinado. Hasta que entraron y compraron en aquel lugar inolvidable donde los olores y los colores se intercambiaban favores, sinestésicos. Aceite de linaza y tierra de siena tostada. Volvieron en el lento autobús, pero la vida volaba, así lo recordarían. Las posteriores averiguaciones con el linóleum, ya en el colegio, fueron muy fructíferas. Dibujar y pintar conducía literalmente a la libertad, así lo sentían, por separado, y así iba a ser siempre.

A los pocos meses se desencadenaron los acontecimientos. La madre solía llevarles los domingos a los museos y una de esas mañanas acabaron en el de Arte Moderno de la Ciutadella. Los dos hermanos se quedaron muy quietos, largo rato, ante La vicaría, de Fortuny. Hasta que uno pudo vencer la parálisis y dar un pequeño paso al frente. Iba a ser pintor, se lo prometió. La promesa encajó perfectamente en el otro. Así había sucedido siempre en sus vidas. Uno de los dos producía un artefacto cualquiera. Una idea. Un movimiento. Un artefacto material o espiritual. En el momento justo de entrar en contacto con el aire el otro ya había segregado el molde correspondiente. Encajaba con una perfección sexual, hermética, inexpugnable. Fue tal vez por la obstinada presencia de ese mecanismo por lo que uno de sus primeros trabajos, en torno a los 14 años, fue la descomposición de los grandes cuadros cubistas. Con gran paciencia separaban todas las líneas del cuadro y una vez concluido el trabajo las volvían a ordenar. Estaban investigándose a sí mismos -el encaje-, pero aún no lo sabían. Una prueba más se dio estudiando Bellas Artes, aquel lugar donde aprendieron lo que no se debía hacer, y que fue, por tanto, la mejor escuela de urbanidad que tuvieron. En Bellas Artes les ofrecieron el absurdo. Una propuesta práctica: que uno haga realismo y el otro se dedique al abstracto. Eso es lo que piensa el mundo, banalmente, de los gemelos. Que son dos, uno más uno.

Llevan 45 años viéndose todos los días. Algunos cuadros los pintan entre los dos. Suelen ser de gran formato. No siempre se ponen de acuerdo con facilidad. A veces es preciso dejar de discutir, poner el cuadro cara a la pared y que pase semanas o meses meditando. Hasta que de pronto le dan la vuelta y continúan. Mientras dibujan o pintan, escuchan la radio. El lápiz como una mosca. La diferencia es que cuando acaban tiran la radio y guardan los dibujos. A propósito de los viejos cuadros de cada uno. Les suele suceder a los hermanos que mirando alguno de lejos no siempre son capaces de recordar quién de los dos lo pintó. Entonces llaman a Jordi Umbert, de la galería Artur Ramón. Le echa una ojeada e infalible dicta quién lo hizo. La consulta de catálogos y documentos varios corrobora siempre el veredicto. Umbert es muy útil. Resuelve brillantemente los problemas sociales, el copyrigth y el anhelo de identidad. Umbert es el mejor de los que miran de fuera para dentro. Los gemelos saben que de dentro para fuera sólo se ve un pintor.

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