Columna

Los muertos

Hace años, un día de Difuntos, sentado en un peluche del café Gijón me dijo el escultor Cristino Mallo: "Yo me he paseado en esta vida por mucho cementerio, por el de San Justo y el de San Isidro, que son muy bonitos, como jardines; en cambio, por el de la Almudena he ido poco, porque se parece a unos grandes almacenes. En el de San Isidro veía el mausoleo de la marquesa de Bermejillo del Rey, con una escultura de Clará, muy buena, titulada Serenidad o el mausoleo de la Fornarina, que se lo hizo Benlliure, con un ángel asomado a la puerta con el dedo así, pidiendo silencio. Siempre me ha gusta...

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Hace años, un día de Difuntos, sentado en un peluche del café Gijón me dijo el escultor Cristino Mallo: "Yo me he paseado en esta vida por mucho cementerio, por el de San Justo y el de San Isidro, que son muy bonitos, como jardines; en cambio, por el de la Almudena he ido poco, porque se parece a unos grandes almacenes. En el de San Isidro veía el mausoleo de la marquesa de Bermejillo del Rey, con una escultura de Clará, muy buena, titulada Serenidad o el mausoleo de la Fornarina, que se lo hizo Benlliure, con un ángel asomado a la puerta con el dedo así, pidiendo silencio. Siempre me ha gustado leer las inscripciones de los nichos, algunas muy bonitas, por ejemplo esta que recuerdo del cementerio de Vallehermoso: "El feto González. Sus padres no le olvidan". Y había otras con exclamaciones terribles. En el cementerio de Vallehermoso estaba el mausoleo de don Juan de la Pezuela, virrey del Perú. Después de la guerra pasé por delante y resulta que vivía una familia dentro, durmiendo en los nichos. Un chico salió de allí a pedirme una peseta. En el de San Isidro está enterrada Cayetana, la duquesa de Alba y hace un tiempo, cuando se exhumó su cadáver para que el doctor Blanco Soler analizara si había sido envenenada por la reina María Luisa, se vio que le faltaba un pie". Tomando buñuelos y huesos de santo para celebrar la fiesta de difuntos aquel día le dije al escultor Cristino Mallo que yo, de niño, había asistido como monaguillo a innumerables entierros y que guardaba en la memoria toda clase de salmodias, gritos y desmayos, con que las familias despedían a sus muertos. Unos entierros eran de tipo griego con alaridos espectaculares que resonaban en toda la campa; otros eran expeditos como si se fuera a dar eterno descanso a un perro, mientras en el duelo se cerraban tratos de comercio, pero ninguna ceremonia funeraria fue más patética y elegante que la de aquel carnicero que se había colgado de un algarrobo junto a las tapias del cementerio del pueblo. Los suicidas no podían ser enterrados en sagrado. Presencié esa escena un día de primavera cuando apenas había alcanzado el uso de razón. Bajo las alpargatas del ahorcado, que se bamboleaban entre las ramas, unos braceros abrieron una fosa muy profunda comentando una paella famosa, luego el cura cortó la soga sin salmo alguno y el suicida cayó como una fruta en el fondo de la tierra. Alguien con la azada al hombro dijo: "Se ha colgado junto al cementerio para facilitarnos el trabajo, era un hombre muy delicado."

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