Columna

Cotilleo

España, país inexistente en la prensa extranjera, aparece de pronto en el New York Times. Podría haber aparecido en el discurso que Bush pronunció en su esperpéntica convención, cuando recordó a los países azotados por el terrorismo, pero no quiso recordar a ese pequeño país en el que las decisiones erróneas tuvieron un coste político. Lagarto, lagarto. Podría haber aparecido en el debate Bush-Kerry, en ese momento en el que Kerry le recordó a Bush que había países de la coalición que habían abandonado Irak, pero no, ni tan siquiera Kerry quiso pronunciar el nombre del país que desafió ...

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España, país inexistente en la prensa extranjera, aparece de pronto en el New York Times. Podría haber aparecido en el discurso que Bush pronunció en su esperpéntica convención, cuando recordó a los países azotados por el terrorismo, pero no quiso recordar a ese pequeño país en el que las decisiones erróneas tuvieron un coste político. Lagarto, lagarto. Podría haber aparecido en el debate Bush-Kerry, en ese momento en el que Kerry le recordó a Bush que había países de la coalición que habían abandonado Irak, pero no, ni tan siquiera Kerry quiso pronunciar el nombre del país que desafió las decisiones imperiales. Pero la razón por la que España apareció en el New York Times fue de un carácter bien distinto, era un extenso artículo sobre la situación de indefensión a la que se ven sometidos los personajes públicos ante la prensa del cotilleo. Si yo sucumbiera a esa costumbre tan española que conduce a despreciar toda crítica ajena, más si viene de Estados Unidos, diría que ya podría ocuparse el New York Times de política exterior y dejarse de tonterías. Y tendría razón, pero también la tendría si dijera que, cuando uno desconecta de la canalla española durante un tiempo, siente lo insano que es ese empacho de chismes y lo grande que es la cara dura de los directivos televisivos cuando afirman que no existe la telebasura, y la manera en que ese cinismo se ha extendido a críticos, a comentaristas, que o bien no se atreven a rechistar o bien se jactan de no tener criterios morales, y juzgan lo inaceptable con una distancia acrítica. Pero las personas honradas deberían negarse a asumir ciertos lugares comunes que los empresarios y profesionales millonarios de ese boyante negocio han puesto en circulación, como, por ejemplo, que todo el mundo tiene un botón para desconectar. Y qué. Tampoco deberíamos tragarnos esa bobada demagógica de que es peor un telediario de derechas que 100 programas basura (como si se tratara de elegir entre una cosa u otra), ni ese razonamiento rencoroso según el cual las personas públicas llevan el acoso incluido en el sueldo. Lo que debiera reconocerse es que el empacho de basura atufa el ambiente y que se trata de un fenómeno insólito, aunque nos lo haya tenido que recordar un periódico para el cual somos casi siempre un país inexistente.

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