Análisis:A pie de obra | TEATRO

Un caramelo de estricnina

Uno. Es raro, muy raro, encontrarse con un espectáculo sencillamente perfecto: un texto, unos actores y una producción donde no falla absolutamente nada. Estoy hablando de El método Gronhölm, la supercomedia negra de Jordi Galcerán, que acaba de presentarse en Barcelona y Madrid. La función se dio a conocer hará dos temporadas en los talleres del Nacional y todo el mundo se quedó con ganas de verla, pues pese a una réclame impresionante sólo pudo estar una semana en cartel. Galcerán decidió esperar un año para su reposición porque quería contar con el mismo reparto -Jordi ...

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Uno. Es raro, muy raro, encontrarse con un espectáculo sencillamente perfecto: un texto, unos actores y una producción donde no falla absolutamente nada. Estoy hablando de El método Gronhölm, la supercomedia negra de Jordi Galcerán, que acaba de presentarse en Barcelona y Madrid. La función se dio a conocer hará dos temporadas en los talleres del Nacional y todo el mundo se quedó con ganas de verla, pues pese a una réclame impresionante sólo pudo estar una semana en cartel. Galcerán decidió esperar un año para su reposición porque quería contar con el mismo reparto -Jordi Boixaderas, Roser Batalla, Lluís Soler y Jordi Díaz- que, de nuevo a las órdenes de Belbel, está arrasando en el Poliorama. No les hablaré de este montaje, porque ya en su momento me quité el sombrero. Tamzin Townsend ha sido la elegida para llevar la obra al Marquina y va a ser una revelación en el teatro madrileño. En Cataluña la conocemos desde que llegó a finales de los ochenta y sabemos de su mano cada vez más afinada: el año pasado triunfó con otro endiablado juego a cuatro (Closer, de Patrick Marber) y ahora vuelve a disparar con silenciador: la suya es una de esas direcciones que "no se notan", es decir, las más difíciles, donde todo fluye con aparente sencillez, sin el menor chirrido. El método Gronhölm es un cóctel muy medido de esencias maestras (Mamet, Yasmina Reza, Francis Veber) con diálogos fulgurantes, situaciones que cambian de rumbo en el instante más inesperado y una trama cuyo interés no decae ni un segundo. No se puede "contar" una función tan trufada de entreveros sin destriparla. Sepan ustedes que el "método" en cuestión consiste en una serie de pruebas psicológicas de creciente sadismo, creadas por un psicólogo sueco para seleccionar altos ejecutivos en empresas multinacionales. O, dicho de otro modo, para sobrevivir en la jungla del capitalismo salvaje. A un despacho lujoso y vacío llegan cuatro candidatos, tres hombres y una mujer, para la fase final de la selección. Para su pasmo, nadie les entrevista: las instrucciones llegan, como en El montacargas de Pinter, por un dispositivo abierto en la pared. El "método" es una especie de Cluedo empresarial, una cadena de juegos de rol donde se trata de mentir a los otros para ganar puntos. A los diez minutos de función llega la primera sorpresa, la única que revelaré: uno de los cuatro no es quien dice ser sino un entrevistador, un head hunter de la empresa, y hay que descubrirlo. A partir de ahí comienza la espiral de engaños, traiciones, imposturas y juegos perversos, entre House of games y El eslabón más débil. Hay carcajadas, muchísimas, tensión constante y un sabor muy amargo en la boca del estómago: El método Gronhölm es un caramelo relleno de estricnina.

A propósito de El método Gronhölm, de Jordi Galcerán, que se presenta en Madrid y Barcelona

Dos. Carlos Hipólito es el rey de la función. Es, como dicen los americanos, un natural, un pura sangre teatral, que ya debía ser un actor de aúpa en la guardería. Desde entonces no ha hecho sino mejorar y mejorar y mejorar. Aquí logra una verdadera creación. Su Fernando es un personaje con todas las cartas en contra (implacable, machista, políticamente incorrectísimo, con más energía negativa que un puercoespín electrificado) al que este enorme cómico, como hiciera con su Burlador en el Pavón, convierte en un ser humano próximo y comprensible, mostrando todas sus facetas: su malevolencia sardónica y su egoísmo de depredador, pero también su admirable capacidad de reinventarse para seguir adelante, su inmenso coraje de chico de barrio al que nadie ha regalado nada. Es un personaje absolutamente mametiano, tan conmovedor en su desventura íntima como el Marcos de Nueve reinas interpretado por Darín. Hipólito es una prodigiosa máquina teatral capaz de cambiar de velocidad en las curvas más peraltadas: imanta el espacio tan pronto aparece, no deja escapar una réplica ni un matiz, carga con la función sobre sus hombros con el aire de estar tomándose un batido y, sobre todo, da y reparte un juego constante. Sus compañeros -y ése es uno de los grandes regalos de este espectáculo- están en la misma liga. Tampoco es fácil ni usual encontrarse con un reparto tan bien conjuntado ni en el que todos trabajen en la misma dirección. Ahí tenemos a la afianzadísima Cristina Marcos (Mercedes), que sabe ser igualmente feroz y desesperada, y que resplandece en el gran enfrentamiento final, un mano a mano de alto voltaje, porque ha sabido construir una soterrada química erótica con el personaje de Hipólito. Ahí está Jorge Roelas (Enrique), otra criatura nacida para la comedia, un actor que hubiera entusiasmado a don Miguel Mihura, con una gracia "antigua" (es decir, clásica) de las que quedan pocas, siempre a punto de pasarse pero frenando en el punto justo, entre el Landa de Ninette y el Jacques Villeret de Le diner des cons. Y, por último pero no en último lugar, como se decía antes, Jorge Bosch, que pecha con el personaje de Carlos, el más peligroso de la pieza, el que ofrece un giro más potencialmente inverosímil, corriendo el riesgo de deslizarse hacia el estereotipo trillado, algo que jamás sucede. Ha sido para mí, pues, un triple placer volver a ver esta función. Siempre lo es, de entrada, y perdonen la florecita, comprobar que uno no se equivocaba, que el texto de Galcerán sigue siendo tan deslumbrante como el primer día. El segundo placer, parece que ha quedado claro, me lo han deparado estos cuatro cómicos y su directora. Y el tercero flotaba a mi alrededor: un público que llega al Marquina sin saber "de qué irá aquello" y que ríe en los momentos precisos, y se inquieta de golpe por la suerte de los protagonistas, y cae en las mismas trampas y goza con las mismas sorpresas, y se emociona con un final que ustedes, lectores, no deben contar del mismo modo que yo no se lo cuento.

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