Reportaje:VUELTA 2004 | Decimoctava etapa

Un día de experimentos por Gredos

Mancebo ataca varias veces, pero se demuestra la fortaleza de Heras, Santi Pérez y Valverde

Dicen los científicos que el momento del descubrimiento es espectacular, pero que lo hermoso es la vía que lleva a ello, el proceso de demostración, el tiempo de las intuiciones, los sudores a medianoche, los súbitos despertares con una idea luminosa y el trabajo de comprobación, la energía derrochada en los días de rutina, la descripción de ese trabajo, paso a paso. El triunfo, o el fracaso, no son más que consecuencias, elementos secundarios. La emoción, o la desazón, están en otra parte. En el camino (más hermoso cuanto más áspero, más tortuoso).

Desde hace años tiene una intuición P...

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Dicen los científicos que el momento del descubrimiento es espectacular, pero que lo hermoso es la vía que lleva a ello, el proceso de demostración, el tiempo de las intuiciones, los sudores a medianoche, los súbitos despertares con una idea luminosa y el trabajo de comprobación, la energía derrochada en los días de rutina, la descripción de ese trabajo, paso a paso. El triunfo, o el fracaso, no son más que consecuencias, elementos secundarios. La emoción, o la desazón, están en otra parte. En el camino (más hermoso cuanto más áspero, más tortuoso).

Desde hace años tiene una intuición Paco Mancebo, el rey de la regularidad, el hombre que siempre está entre los 10 primeros en el Tour, en la Vuelta, en casi todas las partes, el hombre que casi nunca está entre los tres mejores. Sospecha que cuando él está a tope, el resto de corredores que le rodean aún dispone de una marcha más. Y cuando los que hablan de espectáculo -negándole la imagen- le desprecian porque nunca ataca, Mancebo, ciclista limitado pero generoso, responde que si no ataca es porque cree que los demás van a ir más deprisa que él, que no puede, y que él es de natural atacante. Eusebio Unzue, su director, no cree en los héroes románticos. Al contrario, piensa que en estos tiempos en que las etapas de montaña, puerto tras puerto, se disputan tras un rodillo azul -en el Tour y en la Vuelta- que allana las cuestas, que desalienta al seguidor, que fatiga, todo intento de ruptura está condenado, que Chiappucci, por ejemplo, sería hombre muerto. O Hinault. Son intuiciones, la suya y la de Mancebo, que ayer, en Serranillos, en Navalmoral, tuvieron su comprobación científica.

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Corredor y director llegaron a un acuerdo previo. Uno, el ciclista de la muñeca rota (escafoides) puso sobre la mesa sus ganas y su conocimiento del terreno, el amor de sus amigos, los ánimos de Julio, de Burgohondo, el que le cocina los huevos escondidos, el que le llama el turbo de Navaluenga (qué amor), la necesidad de mostrar a todos que las carreteras por las que iban, por los puertos que hizo famosos Hinault aquel 1983 en que reventó a Gorospe, son las carreteras de su infancia, el asfalto áspero y duro, siempre batido por el viento, en que se hizo ciclista. También aplicó su conocimiento de corredor. El convencimiento de que al día siguiente de la Covatilla aquellos que se creen grandes iban a salir de resaca, con ganas de etapa tranquila, de transición. Unzue puso a su disposición su talento táctico, sus dotes de mariscal de campo, todos los corredores del equipo. Se trataba de atacar, pero no de morir en el intento. Se trataba de comprobar si era posible un ciclismo a la antigua (pero no tan antiguo: con compañeros fugados de antemano esperando en los puntos clave de los puertos de Gredos). Se trataba, sobre todo, de comprobar en el terreno si cualquier ataque de Mancebo estaba condenado al fracaso (como él intuía, él temía). Lo probó tres veces.

En Serranillos, a 75 kilómetros de Ávila aún, el primer ataque de Mancebo generó extrañeza y desconcierto. ¿Ésto qué es? ¿Éste adónde va? El segundo, unos kilómetros más tarde, sentó peor. Coincidió con un momento en que Nozal, el gregario de Heras, había bajado a por agua, en que el equipo se recomponía, en que Valverde estaba descolocado, y durante algunos kilómetros Heras anduvo aislado, Valverde cortado y Mancebo al frente, media docena a su rueda, nadie pensando en relevarle, todos tomándole por iluso. El tercer ataque, el que debía ser el decisivo, llegó 40 kilómetros después, pasado Burgohondo y su repecho, en el puerto de Navalmoral, el del asfalto descarnado. Como si Mancebo fuera Armstrong en Alpe d'Huez (allí donde Rubiera y Beltrán le lanzan), Arrieta y Osa aceleraron, pusieron su corazón al límite unos metros y tras ellos saltó Mancebo. Solo. Contra el viento. Doloroso. Cuando volvió la cabeza la primera vez tenía cinco metros de ventaja sobre el grupo, estirado, del que tiraba Koldo Gil, el gregario de Heras. La segunda vez no necesitó volver la cabeza, Gil estaba a su rueda. Lo oía. Lo siguiente que sintió fue una exhalación por su derecha, y otra, y otra. Santi Pérez había creído llegado el momento de frenar todo el desasosiego. A su rueda se fue Heras. A la suya Valverde. Mancebo se quedó seco. Pidiendo oxígeno. Y todos sus compañeros avanzados, Txente, Pradera, que le esperaban para llevarle en triunfo, trabajaron luego, en el descenso, para llevarle a enlazar, muy lejos de Pascual e Iván Parra, el hermano pequeño del gran Fabio, que se jugaron el triunfo de etapa con ventaja para el leonés.

Mancebo ataca varias veces, pero se demuestra la fortaleza de Heras, Santi Pérez y Valverde.

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