Columna

Del mar

El País Valenciano, por fortuna, no tiene montañas sagradas, esos lugares fraudulentos y peligrosos. Aquí no hay santuarios del gregarismo y aquí son muy pocos los que lloran de emoción en una campa, adulados por discursos necios y primitivos. Además, y por si fuera poco, en Valencia quien más quien menos tiene su cariño por el mar, esa inmortalidad que nos queda tan cerca.

Y dicho esto, es obvio que uno nada tiene contra las montañas, ni contra los campos, sería ridículo. Me refiero al uso siniestro de las alturas que hacen quienes acopian esencias, ese otro modo de sembrar tempestades...

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El País Valenciano, por fortuna, no tiene montañas sagradas, esos lugares fraudulentos y peligrosos. Aquí no hay santuarios del gregarismo y aquí son muy pocos los que lloran de emoción en una campa, adulados por discursos necios y primitivos. Además, y por si fuera poco, en Valencia quien más quien menos tiene su cariño por el mar, esa inmortalidad que nos queda tan cerca.

Y dicho esto, es obvio que uno nada tiene contra las montañas, ni contra los campos, sería ridículo. Me refiero al uso siniestro de las alturas que hacen quienes acopian esencias, ese otro modo de sembrar tempestades. Pero lo que vale es que los ciudadanos de esta tierra amamos mucho el mar, mirarlo. Y a veces hasta nos gusta apreciar cómo parece diluirse nuestra identidad cuando llegamos a la ribera, ese paisaje intemporal donde todo se une. Y eso sucede porque encontramos allí la metáfora de otra identidad mucho más sugerente, más de cada uno y de todos a un tiempo, no en vano el mar es el mismo aquí y en California, en la India que en Grecia. Ese mar que hace de todas las ciudades costeras una sola. Por eso cuando vamos a Lisboa o a Buenos Aires sentimos que somos de allí. Tan lejos de las montañas sagradas, donde se encaraman los inquisidores para lanzar su discurso de hedor y deslinde. De hermandades temerosas; de oscurantistas audacias.

A partir de hoy, cuando muere el verano, tal vez sea bueno volver al mar muchas veces, aunque no vayamos. Ir mentalmente; es fácil. Porque lo conocemos bien. Tendernos bajo su mirada lejana y cálida a un tiempo. Sentir que lo nuestro desaparecerá, pero que las aguas allí han de seguir. Sentir que lo que nos une es lo que más merece ser ensalzado; sentir que esa igualdad nos edifica. Sentir la solidaridad del agua, su afecto misterioso. Sentir, o soñar, que somos esperanza, no sólo memoria. Y después, que el tiempo y el agua destruyan los altares de la patria. Porque el tiempo nuevo, que es tan antiguo, siempre es el de la sencillez; el de la transparencia. El tiempo fecundo de las ciudades, los libros y los hombres. El tiempo de las mujeres y del mar.

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