Columna

Edmundo

La felicidad -eso ya lo intuyó Pessoa- es un puro caro entre los labios, con los ojos cerrados y ese punto extático del que se sabe inmune al tiempo y sus amuletos. Después de 30 años, Montecristo nos obsequia con una nueva vitola, Edmundo. Abundando en el homenaje al personaje de Alejandro Dumas que ya dio nombre a una excepcional marca de habanos, el nuevo cigarro es un cilindro compacto que me recuerda al Cohiba robusto, quizá el mejor puro que he fumado nunca. Mi estanquero es un hombre de pocas palabras. Con un brillo especial en los ojos, ha sacado del humidor la caja de lo...

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La felicidad -eso ya lo intuyó Pessoa- es un puro caro entre los labios, con los ojos cerrados y ese punto extático del que se sabe inmune al tiempo y sus amuletos. Después de 30 años, Montecristo nos obsequia con una nueva vitola, Edmundo. Abundando en el homenaje al personaje de Alejandro Dumas que ya dio nombre a una excepcional marca de habanos, el nuevo cigarro es un cilindro compacto que me recuerda al Cohiba robusto, quizá el mejor puro que he fumado nunca. Mi estanquero es un hombre de pocas palabras. Con un brillo especial en los ojos, ha sacado del humidor la caja de los puros flamantes. La ha abierto con un punto de teatralidad triunfante y me ha enseñado uno de esos robustos cilindros, como advirtiéndome acerca de su inapelable contundencia vegetal. Estanquero y cliente comparten la admiración incondicional por los frutos más celebrados de Cuba. He tomado el puro de sus manos y, sin más preámbulos, ha comprendido mi satisfacción. Hay algo religioso en este intercambio, puesto que también estas hojas de tabaco fermentado proceden probablemente del cuerpo de algún dios. Y el humo sagrado lo certifica. La felicidad también es un anochecer de verano con media luna colgada del cielo y la modestia de emitir unas señales de humo sentado en la terraza, como un indio no numerario, enarbolando un habano -este Edmundo- como contraseña ante el mundo y sus añagazas. Para celebrar la ocasión, he escogido lecturas muy terrenales, aunque sus asuntos sean meditaciones más o menos graves. Tengo dos libros junto a mí mientras se consume el Montecristo, y los dos los acaba de editar Rafael Arnal en Tavernes Blanques. En el primero de ellos, Tres en línia, Joan Dolç, Toni Mollà y el propio Arnal se enfrascan en una conversación triangular y virtual a propósito de lo divino y lo humano. Ahí están América y la Iglesia, la Navidad y el fútbol, la izquierda y las vacaciones. Todo ese ingenio se agradece y el libro se lee con los ojos cerrados, mientras Edmundo se consume. El mismo sello -L'Eixam Edicions- es responsable de la segunda novela de Francesc Bayarri, Febrer. Para ventilarla harán falta algunos habanos más, y su lenguaje vigoroso rimará extrañamente con la sinergia del cigarro. Leer mientras se fuma es establecer vaporosos puntos de lectura, recordar a las cosas que hemos interrumpido su curso para concentrar nuestra atención en la penúltima ceremonia respetable. Ese cigarro se esfuma tal como las palabras pasan ante nuestros ojos, y cuando la ligera ebriedad de los buenos habanos nos invade las propias letras se vuelven también nebulosas y todo baila alrededor. Entonces nos sabemos informados por el carácter sagrado de la lectura ahumada y ya no podemos concebir mejor placer sedentario, y sentimos la necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos. Esto dijo Pessoa (en el Libro del desasosiego): "Tener un puro caro y los ojos cerrados es ser rico". La felicidad a veces se conjuga con esos mimbres y a los que digan que el dinero no importa que tampoco lean a Pessoa, puesto que cualquiera de esas dos acciones encontrarán justificado acomodo en su tortuoso idealismo. Con lo que me paguen por este artículo (poco, para qué deberíamos ocultarlo) tendré para un puñado de Edmundos. Luego volveré a sentarme en la terraza y evocaré el ceremonial de la ceniza, hasta que un nuevo día me lleve otra vez donde mi estanquero y lleguen más libros por correo, y pueda volver a sentirme feliz contra el mundo, solo, librado a mis propios humos

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