Tinto de verano

Ahí te quedas, Bicoca

Ayer fui a comprarme una maleta. Una maleta roja que no se confundiera con las otras maletas cuando saliera por la cinta transportadora. Un recuerdo: mi santo y yo, en Barajas, tirando del asa de un maletón negro por un lado y otro matrimonio tirando por el otro. Tuvo que intervenir la Guardia Civil. No la Guardia Civil en general, sino un guardia civil de esos que hay ahora que no llevan bigote. La verdad, recién llegados de América como estábamos, donde a los policías deben engordarlos en las granjas con hormonas porque son como hipopótamos, el guardia civil parecía tan diminuto que daban ga...

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Ayer fui a comprarme una maleta. Una maleta roja que no se confundiera con las otras maletas cuando saliera por la cinta transportadora. Un recuerdo: mi santo y yo, en Barajas, tirando del asa de un maletón negro por un lado y otro matrimonio tirando por el otro. Tuvo que intervenir la Guardia Civil. No la Guardia Civil en general, sino un guardia civil de esos que hay ahora que no llevan bigote. La verdad, recién llegados de América como estábamos, donde a los policías deben engordarlos en las granjas con hormonas porque son como hipopótamos, el guardia civil parecía tan diminuto que daban ganas de hacerle un agujero en la gorra y ponértelo en un llavero. Aquel guardia, pequeño y peludo como Platero, nos instó a abrir la maleta dado que aquella señora y yo estábamos a punto de llegar a las manos; los hombres en cambio no, porque a los hombres les afecta mucho el jet-lag y el cuerpo no les responde (incluso se quedan sin reflejo prostático). El guardia liliputiense abrió la maleta y mi santo agarró lo primero que encontró en su interior: el ya mítico pollón de Rocco Siffredi que le trajimos a mi amigo gay y blandiéndolo en el aire gritó: "¿Qué, era nuestra o no era nuestra?". Así que para evitar momentos como éste fui a comprarme una maleta roja a Salvador Bachiller. Y cuando el dependiente, un muchacho de Badajoz, me preguntó, a fin de saber qué tipo de maleta necesitaba: "¿Cuánto tiempo va a durar el viaje, señora, quince días, un mes?", yo me puse de pronto a llorar, y el dependiente, un caballero extremeño, me dio un klinex usado que llevaba en el bolsillo. Yo sólo lloro delante de desconocidos, es mi carácter, con lo cual mi familia piensa que tengo la sensibilidad de un corcho. Compré mi maletón rojo, enorme de cara a un viaje enorme, y lo llevé arrastrando hasta el restaurante Iroco, donde había quedado con Loles, a la que quería encargarle que, por favor, me cuidara de España, que cuando yo volviera, dentro de un año o de dos, no nos hubiera comido (aún más) la corrección política, porque para eso ya estaba Estados Unidos. Pero el camarero del Iroco me dijo que faltaban diez minutos para abrir y me dio con la puerta en las narices. Me vi sentada encima de mi maleta roja en una acera de la calle Velázquez. Momento superliterario de la muerte. Y fue entonces cuando me veo venir a la única persona a la que no deseaba encontrarme en tan humillantes circunstancias: Bicoca del Fresno. Con Cayetano. Bicoca me dijo que había leído en La Razón que yo había vendido la casa del pueblo, y me dijo: ¡Enhorabuena, por fin lo has conseguido! Y yo quería decirle que no había sido mía la idea de venderla, quería decirle que yo había sido muy feliz en esa casa. Pero quién me va a creer si me ha llamado media España para felicitarme. Debe ser que todos estos años me he expresado mal. Al final Espido Freire va a tener razón y necesito hacer la carrera de Escritora para saber transmitir mi mensaje. Todo eso quería decirle a Bicoca, pero no pude porque en esto que va el jodío por culo de Cayetano, levanta la pata, y me mea en la maleta nueva. La dije de todo, tía. Me puse como una hiedra, que me subía por las paredes.

ENRIQUE FLORES

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