De pañuelos
Supongo yo que el glamour, como el gazpacho, son cosas subjetivas de valorar. Soy subjetiva, mucho, cuando aprecio la excéntrica elegancia de la distancia de seguridad al volante, sin competiciones; la garra del trabajo bien hecho, a pesar de condiciones difíciles; el encanto nada discreto de la amabilidad, gratuita, sin concesiones, de quien sonríe a desconocidos. Hay glamour y charme más allá de las revistas de moda: en cada adolescente que decide ser feliz con una nariz, unos calcetines o una vida fuera de normas glamourosas, en quien disfruta la juventud de cual...
Supongo yo que el glamour, como el gazpacho, son cosas subjetivas de valorar. Soy subjetiva, mucho, cuando aprecio la excéntrica elegancia de la distancia de seguridad al volante, sin competiciones; la garra del trabajo bien hecho, a pesar de condiciones difíciles; el encanto nada discreto de la amabilidad, gratuita, sin concesiones, de quien sonríe a desconocidos. Hay glamour y charme más allá de las revistas de moda: en cada adolescente que decide ser feliz con una nariz, unos calcetines o una vida fuera de normas glamourosas, en quien disfruta la juventud de cualquier edad lejos de elixires o bisturíes y cerca, muy cerca, del prójimo. La elegancia no se puede tipificar, y se encuentra a patadas en muchas actitudes de quienes viven a pie de calle. Menos mal que nunca será fotografiable, porque en ese caso se le haría un book y empezaría a cotizar en algún mercado que no sería de valores.
Mientras, los que sí se fotografían son Berlusconi y las ministras españolas con pañuelos y cosas así. Nosotros, a lo nuestro.