PERFILES DE CINE | GRANDES ESTRELLAS

La heroína también es una actriz

Las primeras vedettes del flamante séptimo arte fueron las divas del cine mudo italiano. Actuaban en melodramas de alta intención artística y sus poses eran tan extravagantes como sus nombres: Pina Menichelli, Francesca Bertini, Giovanna Terribili González. Eran mujeres embarradas a las paredes. Contra las paredes arañaban, desesperadas. Abrían los brazos en cruz y cerraban los ojos antes de rendirse a un amor indeseado o a un sacrificio implacable. En la pared se apoyaban para llevarse la mano a la frente, cerrar los ojos y vacilar, temblorosas, ante las malas noticias.

Mujeres "ojeros...

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Las primeras vedettes del flamante séptimo arte fueron las divas del cine mudo italiano. Actuaban en melodramas de alta intención artística y sus poses eran tan extravagantes como sus nombres: Pina Menichelli, Francesca Bertini, Giovanna Terribili González. Eran mujeres embarradas a las paredes. Contra las paredes arañaban, desesperadas. Abrían los brazos en cruz y cerraban los ojos antes de rendirse a un amor indeseado o a un sacrificio implacable. En la pared se apoyaban para llevarse la mano a la frente, cerrar los ojos y vacilar, temblorosas, ante las malas noticias.

Mujeres "ojerosas y pintadas" (López Velarde dixit), la exageración de sus actitudes y de sus maquillajes era considerada, en todo el mundo civilizado, como un pináculo de la emoción dramática. Además, todas ellas lloraban abiertamente, dando la cara al público, comunicando directamente su emoción. Lo mismo hacían, en sus fugaces apariciones en la pantalla de cine, las actrices consagradas del teatro y de la ópera, como Sarah Bernhardt, Eleonora Duse y Geraldine Farrar.

En cada película, la Félix se comportaba con los hombres mexicanos como éstos se habían comportado desde siempre con las mujeres

El cine, para salvar su orfandad estética, debía afirmar que no era simplemente cine (una invención mecánica, populachera, acaso un poco porno, como lo demostraban los nicolodeones para caballeros instalados en las avenidas de comercio de las grandes capitales), sino arte: teatro y ópera. Las actitudes en boga en estos dos espectáculos pasaron íntegras al primer cine, sobre todo al italiano. E Italia, todos lo sabían en Latinoamérica, era la cuna del arte.

Por eso, la aparición de las primeras películas norteamericanas fue recibida, en México, en Río de Janeiro, en Buenos Aires, con disgusto, risa y rechazo alarmado. ¿Por qué actuaban así estos actores, Wallace Reid, Mary Pickford, Norma Talmadge, Richard Barthelmess, como si anduvieran paseándose por la calle, comiendo en un restaurante, desperezándose, manejando automóviles y, horror, ridículo, dando la espalda o tapándose las caras al llorar? ¿Dónde creían que estaban, en su cocina o en el templo del arte?

El buen gusto latinoamericano de la época sólo aceptaba a las vamps, las vampiresas del cine americano, porque eran imitadoras de las vampiresas del cine italiano. Sobre todo, Theda Bara (nacida Theodora Goodman, en Kansas), la tremenda Cleopatra en perpetua pose de mural egipcio; una mano a guisa de visera sobre una frente engalanada de perlas y otra rígida como un ala herida junto a los senos detenidos por un brassière metálico en forma (¡ya!) de áspid.

En cambio, la heroína de las series de aventuras Pearl White en Los peligros de Paulina, ¿cómo podía prestarse a semejantes contorsiones, indignas de una dama? Atada a los rieles mientras un tren se aproxima a toda velocidad. Arrojada dentro de un pozo de agua, enviada en barril sobre una catarata, encadenada en una mazmorra prusiana por lascivos oficiales del káiser. Pendiente de las alas de un avión sin piloto. Arrastrada por caballos. Pisoteada por búfalos, arrollada por tranvías, ¿cómo podía una dama sufrir esos percances, estas indignidades, tratada cual pelota de fútbol, y emerger, no digamos sin un moretón siquiera, sino triunfante, confiada, alegre...?

Pearl White y las indomables mujeres que la acompañaban, las hermanitas Gish, capaces de sobrellevar los infortunios de la revolución francesa y la guerra civil norteamericana introdujeron en Latinoamérica y el mundo un nuevo concepto de la feminidad, tan resistente o más que la masculinidad. Emprendedoras, alertas, independientes, estas mujeres de Hollywood salieron del itálico harén de Francesca, Pina y Giovanna para valerse por sí mismas y triunfar en el periodismo (Rosalind Russell en Her man friday), la política y el sufragismo (Katharine Hepburn una y otra vez, de Little woman a State of the Union), los negocios (Joan Crawford en mil encarnaciones), la ciencia (Greer Garson en Madame Curie), la aviación (otra vez la Hepburn, otra vez la Russell).

Quienes se quedaron en el serrallo fueron pocas, por gusto o por satisfacer una necesidad secreta. A la cabeza de las odaliscas, la infortunada y bellísima actriz dominicana María Montez, Chereszada de unas Mil y una noches en tecnicolor, eternamente bañándose detrás de velos color de rosa en hondas piscinas del desierto, rodeada de arena y camellos, protegida por el fiel Sabú, amenazada por el perverso Turhan Bey, salvada de un destino peor que la muerte por el apuesto Jon Hall.

Al cabo, María Montez no pereció de arábigo rigor fálico, sino de un ataque al corazón, tranquila, desnuda, en su propia bañera hipercalentada en Los Ángeles. Para los cines latinoamericanos, la excepción angelina de María Montez se convertiría en la regla. El destino de la mujer fuera del hogar era la prostitución (María Antonieta Pons, Ninón Sevilla) o la revolución (María Félix), pero en ambas actividades, el deseo lacrimoso de las heroínas sería el de regresar a casa y encontrar un hombre que las protegiese. Si Marga López, el producto más acabado de la abnegación cinematográfica latinoamericana, cae por casualidad en El Salón México a cobrar a un peso el danzón, ello se debe a que es víctima de la sociedad. Si no tuviera que mantener a sus hermanitos, si el casero no la hubiera expulsado por no pagar la renta, si el muchacho rico no la hubiera engañado, si no la hubiera explotado un padrotillo sospechosamente parecido a Antonio Badú o Rodolfo Acosta... ¡Ah!

Marga López encarnó todos los sufrimientos imaginables, hasta el de ser ciega y amar en secreto al galán codiciado por la malvada Lilia Prado, quien era capaz de meterle zancadillas a la cieguita y, una vez postrada la invidente, ponerla a lavar los pisos. Libertad Lamarque y Sabina Olmos en Argentina, Sylvia Derbez y Blanca Estela Pavón en México: víctimas de los hombres, de la sociedad y del destino, sus respuestas eran las lágrimas y el honor, a veces cantados en tango, como la Lamarque, a veces en bolero, como la Pavón.

La aparición deslumbrante de María Félix en los años cuarenta cambió a medias la ecuación. Esta sonorense estupenda, alta, sin complejos, brutalmente hermosa, empitonaba a la vida y a los hombres. Pecadora, no sufría demasiado por sus vicios: Mujer sin alma, Devoradora, Doña Diabla, Doña Bárbara, en cada película la Félix se comportaba con los hombres mexicanos como éstos se habían comportado desde siempre con las mujeres. Sólo que lo que en ellos era virtud social, en ella era vicio. Castradora excelsa, la Félix llegó a la castración física en La Generala.

Sólo que para entonces el macho mexicano invocaba en vano a su triple herencia azteca (la mujer a la pirámide a que le arranquen el corazón), hispana (la mujer en la cocina y con la pata rota), árabe (la mujer en el harén rodeada de eunucos, con cinturón de castidad y en espera del regreso del señor que se fue a las cruzadas, célebre nombre de cantina, burdel y casino).

La invocaba inútilmente. El cine mexicano repetía sus fórmulas machistas, pero los mexicanos y las mexicanas se iban adaptando a una independencia profesional y a una comodidad sexual que hubiera escandalizado a todas las solteronas amargas (Consuelo Guerrero de Luna) y abuelitas con cabezas de algodón (Sara García), que una vez poblaron el cine mexicano.

A la izquierda, la actriz Mary Pickford, en 1922. A la derecha, Sarah Bernhardt, en una foto realizada de 1860 a 1865.AP
María Félix, a su llegada al aeropuerto de Barajas, Madrid, en 1951.EFE

Divas y 'vamps'

Las mujeres consiguieron en el cine de la primera mitad del siglo XX la independencia y el protagonismo que todavía no tenían en la sociedad. El fenómeno, curiosamente, se puso en marcha de forma parecida en países que tenían condiciones sociales muy distintas. Mientras Pearl White (1889-1938) brillaba en Estados Unidos, rodando 190 películas entre 1910 y 1915 (La chica de Arizona, La mujer y la ley), Eleonora Duse (1858-1924) deslumbraba Italia con sus interpretaciones teatrales y cinematográficas (Cenizas). Duse fue, tal vez, la primera diva de la historia del cine y tuvo el honor de la portada de Time Magazine en 1923. Del otro lado de los Alpes, en Francia, Sarah Bernhardt (1844-1923) encantaba a los hombres parisienses con Los amores de la reina Elisabeth y La dama de las camelias. Hollywood encumbró a más de una dama. Aunque canadiense de nacimiento, Mary Pickford (1892-1979) fue la gran estrella del cine mudo estadounidense. No tardó en convertirse en "la novia de América", gracias a papeles de niña buena, que compitieron en aceptación con los de Chaplin (La muchacha de Arcadia, El sombrero de Nueva York). En Latinoamérica, aunque algunos años después, no faltaron las estrellas. María Félix (1914-2002), desde México, convirtió el pecado en virtud cinematográfica. Ya en los años cuarenta (La monja alférez, La Diosa arrodillada) sus películas se veían en medio mundo.

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