FONDO DE OJO

La decisión

Cuando llega la noche, en los rigores calurosos del verano, tendemos a la quietud. Ha pasado lo peor del día, la temperatura se ha moderado; con suerte, una ligera brisa sacude los árboles de alrededor y nos proporciona el oxígeno necesario para volver a ser personas, para tomar conciencia de nuestro cuerpo. A partir de estas premisas cada cual intenta reencontrarse con la vida poniendo en marcha el método que le es propicio.

Para lograrlo, una posibilidad es sentarse en un cursi velador de terraza sobre el mar, otra nos depara la misma postura dentro de un acondicionado tugurio urbano,...

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Cuando llega la noche, en los rigores calurosos del verano, tendemos a la quietud. Ha pasado lo peor del día, la temperatura se ha moderado; con suerte, una ligera brisa sacude los árboles de alrededor y nos proporciona el oxígeno necesario para volver a ser personas, para tomar conciencia de nuestro cuerpo. A partir de estas premisas cada cual intenta reencontrarse con la vida poniendo en marcha el método que le es propicio.

Para lograrlo, una posibilidad es sentarse en un cursi velador de terraza sobre el mar, otra nos depara la misma postura dentro de un acondicionado tugurio urbano, ambas lejos de las obligaciones cotidianas y cercanas a la perfección. Mas, para que el éxtasis sea completo debemos refrescar nuestras maltrechas gargantas con un trago largo, que nos proporcione la satisfacción interior que complementa la que antes hemos obtenido en la periferia con la ducha y el cambio de ropa. Y ese trago, amén de largo y refrescante, debe llevar en su entraña la alegría que producen los destilados en moderadas dosis, para lo cual será necesario adicionar al excipiente que sirve de base al combinado la maldad del ron o la ginebra.

Mucho hielo, alcohol según preferencias y unas amplias dosis del dulce de la cola o del amargo de la quinina, plenas de carbónico y heladas hasta lo imposible deben lograr el milagro.

Para algunos lo importante se dilucida en el momento de la petición o del servicio: vaso largo, de tubo -clásico hasta el fuera de juego para los más modernos- o copa de balón, empañada y excitante, rezumando frescor y que reúne en su seno los aromas de los ingredientes señalados y les suma el de la imprescindible corteza de limón en una mezcla mágica e indefinible.

Son dos mundos distintos y no admiten componendas, hay que decantarse en la solicitud: o bien se pretende degustar la copa hasta las últimas consecuencias, para lo cual es imprescindible el suntuoso recipiente redondo, que presta su cubículo para que se agolpen en un solo sabor -fresco y permanente- todos los elementos del conjunto, o se prefiere, por lo que tiene de fiesta y fuego de artificio, el vaso de boca estrecha y ajustada capacidad, que nos permitirá un primer trago delirante, salpicándonos las niñas de los ojos con los excedentes del gas que surgen de la superficie liberadas por la presión.

Aunque expertos hay que han combinado ambos conceptos. Para lograrlo solo es necesario conseguir que ese primer e inmenso trago sea tan largo, tan largo, que nos lleve hasta el recóndito culo del tubo de nuestra perdición.

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