Columna

Glamour 9/11

Veinticinco millones de telespectadores han accedido a la boda de la modernidad, la eficacia y la desmesura, en medio del sabio olfato de los perros, del glamour de delicados bordados, de uniformes con relumbres de opereta, de pamelas de confitura y tocados de cintas y plumas de color malva y marfil, de testas coronadas y otras ya descoronadas, de invitados a quienes la solemnidad se les supone, y de esa cargante y pícara patulea de haraganes, que con sus galas de ropavejería y una credencial fotográfica de revista del corazón, van de nupcias por las casas dinásticas, se alimentan en los más s...

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Veinticinco millones de telespectadores han accedido a la boda de la modernidad, la eficacia y la desmesura, en medio del sabio olfato de los perros, del glamour de delicados bordados, de uniformes con relumbres de opereta, de pamelas de confitura y tocados de cintas y plumas de color malva y marfil, de testas coronadas y otras ya descoronadas, de invitados a quienes la solemnidad se les supone, y de esa cargante y pícara patulea de haraganes, que con sus galas de ropavejería y una credencial fotográfica de revista del corazón, van de nupcias por las casas dinásticas, se alimentan en los más suntuosos comederos de Europa, y eructan el capón a los pies de un tapiz flamenco o de toda la alcurnia de un grande de España. Sólo la homilía, en la acústica desbaratada de la Almudena, y el rumor del aguacero en sus cúpulas y tejados, dispensó a los asistentes una duermevela reparadora. La homilía llegaba de las catacumbas de Rouco Varela, con efluvios tridentinos, y el aguacero, ay, el aguacero era un aguacero de chuzos revolucionarios: por unas horas, el mayo gregoriano se arrió, para que flameara en lo más perfumado de las hojas del calendario ese pradial republicano, que huele aún a hierba lozana y húmeda, al aire libre.

Los restos de los decorados de la irreal boda real los arrasó una calentura de necrofagia contagiosa, y allí se engulleron flores marchitas, tierra y jirones de alfombra. Trofeos, en fin, para el exhibicionismo y la horterada. Pero los fastos de la realeza, con todos sus focos y toda su escenografía, apenas ocultaron la sangrante realidad: los bulldozers demoliendo los barrios de Rafah, los Apaches israelíes friéndoles los sesos a los adolescentes palestinos, los generales del Pentágono articulando órdenes cifradas, y sus soldados y mercenarios torturando y degollando en las cárceles de Irak. Pero cuando ya el glamour se desfondaba por Madrid, de Cannes llegaba la conciencia, y Michael Moore levantaba la Palma de Oro, con su Fahrenheit 9/11, una certera crítica, una demoledora denuncia a la barbarie de Bush, y un real homenaje a la inocencia.

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