Columna

Conquista

Como aficionado al fútbol llevo una doble vida: unas veces soy partidario del Villarreal y otras del Valencia, según mi estado de ánimo en cada jornada. De esta forma combino dos placeres muy intensos: ser campeón de liga y al mismo tiempo salvarme del descenso, una navegación anfibia que, fuera del deporte, aplico también la realidad de cada día con la fusión del triunfo, la derrota, la revelación y la caída en el infierno. Adoro el pueblo de Villarreal. Al final de la guerra civil fue en ese lugar, calle del Ecce Homo, donde me di cuenta por primera vez de que yo era un ser vivo. Allí comenc...

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Como aficionado al fútbol llevo una doble vida: unas veces soy partidario del Villarreal y otras del Valencia, según mi estado de ánimo en cada jornada. De esta forma combino dos placeres muy intensos: ser campeón de liga y al mismo tiempo salvarme del descenso, una navegación anfibia que, fuera del deporte, aplico también la realidad de cada día con la fusión del triunfo, la derrota, la revelación y la caída en el infierno. Adoro el pueblo de Villarreal. Al final de la guerra civil fue en ese lugar, calle del Ecce Homo, donde me di cuenta por primera vez de que yo era un ser vivo. Allí comencé a caminar, a hablar, a oír mi nombre, a comer las lentejas del rancho que repartía el ejército vencedor, a escribir los primeros palotes, a jugar con hormigas, a tener miedo a la oscuridad, a amanecer oyendo pájaros, a abrir desmesuramente los ojos cuando me contaban un cuento de terror y también a distinguir mi baba feliz de la baba de los caracoles. En cambio, Valencia fue en los años cincuenta la ciudad huertana y sensual donde, recién salido de la adolescencia, fumé el primer cigarrillo entornando un ojo como Robert Mitchum cegado por el humo o tal vez por la vanidad y de allí es la memoria de los tranvías, de las lecturas prohibidas, del olor a terciopelo raído de los teatros y del amoniaco de los urinarios de las salas de baile, de los bocadillos de Barrachina, de las novias con rebeca de angorina y de la furia de Puchades. De niño olfateaba como un perro los cromos de los jugadores del Valencia cuyo olor a linotipia me llegaba al cerebro con más profundidad que el pegamento con que se drogan los chavales desesperados. Entonces el equipo del Villarreal no existía o tal vez estaba sumergido en segunda regional, lo mismo que mi naturaleza. Hoy aquel pueblo de mis primeras visiones es una ciudad absolutamente bombardeada por el cemento armado y Valencia es la capital de una locura moderna. Cada jornada de fútbol voy y vengo de un lugar a otro, de la lectura del catón en la escuela de párvulos a las novelas de Albert Camus, del sonido preternatural de las acequias a la cerveza juvenil en el bar Los Caracoles con la chica de la falda plisada, de una inocencia azul al morbo de la revista con Gracia Imperio en el Ruzafa. Dentro de poco se van a enfrentar los equipos del Villarreal y del Valencia en un partido decisivo para el triunfo de la liga. Más allá de estas sensaciones superpuestas en la memoria mi doble militancia me permitirá ser ganador y perdedor al mismo tiempo, toda una conquista.

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