Análisis:A pie de obra | TEATRO

Hasta luego, Lucas ('Kill Bill', volumen III)

Uno. También es mala pata que habiendo escrito cuatrocientas comedias, según los estudiosos, el pobre Vélez de Guevara pasase a la historia casi exclusivamente como el autor de una novela, El diablo cojuelo, algo que antes sabían casi todos los bachilleres. Una novela y, si mucho me apuran, un drama histórico, Reinar después de morir. Nuestro hombre, que tuvo una vida casi tan aperreada como la de Pedro Luis de Gálvez, andaba demasiado liado sobreviviendo como para ocuparse de la publicación de sus comedias. La Compañía de Teatro Clásico acaba de exhumar ...

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Uno. También es mala pata que habiendo escrito cuatrocientas comedias, según los estudiosos, el pobre Vélez de Guevara pasase a la historia casi exclusivamente como el autor de una novela, El diablo cojuelo, algo que antes sabían casi todos los bachilleres. Una novela y, si mucho me apuran, un drama histórico, Reinar después de morir. Nuestro hombre, que tuvo una vida casi tan aperreada como la de Pedro Luis de Gálvez, andaba demasiado liado sobreviviendo como para ocuparse de la publicación de sus comedias. La Compañía de Teatro Clásico acaba de exhumar La serrana de la Vera, que Vélez de Guevara escribió para doña Jusepa Vaca, lo que se solía llamar "una actriz de carácter". De mucho carácter: una María Asquerino del XVII, al decir de las crónicas. Don Ángel Valbuena calificó de obra maestra esta "tragedia agreste" y resaltó sus inusuales dotes "de observación psicológica". ¡Cuánto me gustaría poder decir lo mismo! La serrana bebe de un reiterado romance popular, entre el romance y la leyenda. Gila, su protagonista, es "una campesina atípica que salta, caza, doma y lucha, y que, abandonada por un militar, decide tomar venganza de los hombres sin distinción. Huye, para ello, a los montes, y se convierte en una salvaje, dedicada al bandolerismo y al crimen".

Estamos de acuerdo en que Gila es una moneda poco corriente en nuestro Siglo de Oro, donde toda doncella deshonrada debía ponerse en las justicieras manos de un padre o un hermano mayor, como se hartaron de contarnos Calderón y Lope. Aquí no. Gila, "mitad Diana cazadora, mitad asesina en serie", en palabras de María Ruiz, directora del montaje, se echa al monte y se encarga personalmente del asunto, cargándose a cuanto mozo se cruce en su camino. Gila es rarita, sí. Y tiene un cuelgue por Isabel la Católica que va más allá de la idolatría, y que podía haberle costado el pescuezo o la mazmorra a Vélez de Guevara. Pero no nos engañemos: Gila no es una heroína de Shakespeare. Ni de Webster. ¡Ah, las eternas y odiosas comparaciones que suscita nuestro teatro clásico! Lo siento, no puedo evitar imaginarme lo que hubiera dado de sí esta criatura en manos de los isabelinos. Quizá Vélez de Guevara subestimaba a su público. O quizá tenía demasiada prisa: cuatrocientas comedias son muchas comedias, y su escritura no debió dejarle mucho tiempo para andarse con complejidades. La serrana de la Vera es una obra "de argumento" y, a excepción de su heroína, de arquetipos. Don Lucas de Carvajal, el capitán burlador. Don Giraldo, el padre, labrador honesto, cristiano viejo, etcétera. Mingo, el gracioso. Todos escritos con plantilla, como en la Comedia del Arte. Y sin demasiadas sorpresas. En la segunda parte, Gila se topa en el monte con todos los personajes masculinos de la obra. Incluido Fernando el Católico, que se ha ido a dar una vuelta por los riscos. Nos las prometemos muy felices, pero el ingenio de Vélez de Guevara no da mucho de sí. A ti te mato, a ti no me da tiempo, y a ti no, que para eso eres el rey. Prendimiento, ejecución, despedida y cierre. No es que les haya chafado el final, es que es muy fácil de imaginar. ¿Lo que mejor sigue funcionando de La serrana? El lenguaje. Fresco, áspero. Con un perfume recio y seco, de arbusto montañés. Y directo a su objetivo. Demasiado directo para mi gusto, ya les digo.

Dos. Hacía tiempo que no veía nada de María Ruiz y la verdad es que se ha sosegado mucho. Su dirección es digna y fluida, sin aspavientos expresionistas, pero con unos cuantos borronazos evitables. De entrada, para situar la acción en una suerte de meseta cortada a pico se ha cubierto todo el patio de butacas del Pavón, de modo que el público sólo puede ocupar el anfiteatro. Vistos los resultados, no sé yo si valía la pena tanto trabajo y tanta butaca inutilizada. La escenografía, naturalmente, no es realista. Casi nada es ya realista en nuestro teatro. El realismo suele darles un miedo espantoso a directores y escenógrafos. Para huir del cromito saltan al extremo opuesto: tampoco es plan. Así, José Manuel Castanheira, que ya nos plantó aquel misterioso tubo azul cruzando el escenario de aquel Alcalde de Zalamea montado por Belbel, se inventa un bosque con árboles casi fluorescentes, mientras las resquebrajaduras de la peña, iluminadas desde abajo, recuerdan el pavimento de un bar de moda de los ochenta. Es curioso lo de querer evitar el cromito porque, por otra parte, María Ruiz recurre a soluciones escénicas casi enternecedoras: hacía siglos que no veía yo la conjunción de luz roja más trueno para subrayar la tormenta mental de un personaje. Los figurines de Artiñano son, como siempre, una mezcla de elegancia y funcionalidad: lástima grande que sus Reyes Católicos parezcan escapados de una baraja o una procesión de Corpus. Gila es Mia Esteve, una actriz tan atípica como su personaje, ideal para encarnar criaturas entre lunares y rapaces. Aquí está a caballo entre Juana de Arco y Uma Thurman en Kill Bill. Una buena apuesta de la directora, porque resulta muy convincente en su talante alucinado y su ferocidad, pero en la primera parte peca de un cierto exceso de gañanismo. Hablando de excesos, Roberto Quintana (Giraldo, el padre) tiene aquí un amaneramiento inexplicable, hasta el punto que cuando dice que se va al mercado sólo le falta hacer revolear el capazo. Tal vez en eso había un subtexto que no pillé. Desde luego, su Pedro Crespo no era así. Y cuando se une a la patrulla final, el deje le ha desaparecido por completo. El resto del reparto está muy bien. Poco a poco se ha ido formando en el Clásico una compañía digna de ese nombre, con trabajos muy ajustados de Joaquín Notario (Don Lucas), Toni Misó (Mingo), José Luis Martínez (Don García) y Víctor Ullate, cuyo Fernando el Católico recuerda a un joven Eusebio Poncela. En resumidas cuentas, tras La serrana de la Vera no saldrán ustedes del Pavón disparando cohetes, pero tampoco se quedarán fritos.

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