Crítica:

El juego de la irreverencia

Irreverencia parece ser la clave, la actitud que predomina en la obra de Manuel Ocampo. Filipino (Quezón, 1965), de tendencias nómadas, pasado por Estados Unidos, Italia y España, su notoriedad comenzó significativamente en Londres, en el marco de la Saatchi Collection, en una colectiva con Mike Bidlo, el apropiacionista, y Andrés Serrano, otro destacado irreverente. Esa actitud se hace ver no sólo en el estilo descompuesto de unas imágenes donde se acumulan los fragmentos y los colores arbitrarios, sino también en la temática y en los motivos recurrentes, extraídos del mundo del ...

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Irreverencia parece ser la clave, la actitud que predomina en la obra de Manuel Ocampo. Filipino (Quezón, 1965), de tendencias nómadas, pasado por Estados Unidos, Italia y España, su notoriedad comenzó significativamente en Londres, en el marco de la Saatchi Collection, en una colectiva con Mike Bidlo, el apropiacionista, y Andrés Serrano, otro destacado irreverente. Esa actitud se hace ver no sólo en el estilo descompuesto de unas imágenes donde se acumulan los fragmentos y los colores arbitrarios, sino también en la temática y en los motivos recurrentes, extraídos del mundo del cartoon o de la iconología de masas, o bien de las mitologías culturales y la religión, con referencias a la violencia, alusiones sexuales y figuras escatológicas (Grey Shit Monument).

MANUEL OCAMPO

'Moral stories: fuck the third world!'

Galería Tomás March

Aparisi y Guijarro, 7. Valencia

Hasta el 25 de mayo

Su posición viene a ser la de una especie de nihilismo cultural. Estas historias morales que presenta en Valencia las ha definido como "intentos de exorcizar cualquier sentido de legitimidad cultural dentro de un campo puramente potencial de ideas ininteligibles que se enfrentan de plano a la realidad de la propia idea de cultura". Estas frases de tan inquietante apariencia resultan menos preocupantes cuando reparamos en el trasfondo irónico de su trabajo. Con independencia de sus intenciones subjetivas, de su exhibición de crispación y del sordo rencor del que se hace eco, todo esto no puede ser sino un juego. El esfuerzo de deslegitimar la cultura a golpe de pinturas agresivas no parece muy productivo: a estas alturas, una mierda o una blasfemia pintadas no suelen hacer mucho daño a nadie. Como no puede hacerlo ese pato enhiesto, armado con un cuchillo de cocina y una cruz al hombro, que Ocampo ha pintado defecando a las puertas de un templo (Blue Duck Terrorist). Puesto que los verdaderos enemigos de la cultura son los que la combaten con la indiferencia, no los que pintan sus crisis. De la tensión entre ese nihilismo crispado y la vieja práctica del óleo sobre lienzo nace la ambigüedad de sus pinturas: la de una agresividad desenvuelta, pero forzosa, incluso violentamente contenida dentro de los límites del cuadro, límites que enmarcan una inocencia, tan entrañable y conmovedora como la de su pato terrorista.

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