Tribuna:

Realidad y novela

Hay veces que decimos de un libro que "se lee como una novela" y creemos pergeñar con ello un elogio superior. Un tratado se libra así de su aridez congénita y toma nueva vida, justamente una vida novelesca. Sus protagonistas entonces se tornan personajes y los hechos, cualesquiera que sean, se convierten en una hilvanada serie de ficciones. Con eso nos confortamos, y amenizamos la lectura; en un grado ulterior, operamos también una sutil operación sobre nuestra relación con la realidad, que necesitamos disfrazar convenientemente para poder aprehender mejor.

En otras ocasiones, son las ...

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Hay veces que decimos de un libro que "se lee como una novela" y creemos pergeñar con ello un elogio superior. Un tratado se libra así de su aridez congénita y toma nueva vida, justamente una vida novelesca. Sus protagonistas entonces se tornan personajes y los hechos, cualesquiera que sean, se convierten en una hilvanada serie de ficciones. Con eso nos confortamos, y amenizamos la lectura; en un grado ulterior, operamos también una sutil operación sobre nuestra relación con la realidad, que necesitamos disfrazar convenientemente para poder aprehender mejor.

En otras ocasiones, son las mismas novelas las que se aparecen a nuestros ojos, en virtud precisamente del realismo congénito al género, como formidables pasajes de vida, fragmentos de la realidad simplemente traspasados a las hojas de un libro. Basta con saber contar, con disponer de un buen argumento, y el milagro se hace posible. Y quizá eso es lo que nos permite digerir la ficción -es decir, la mentira- sin graves quebraderos de cabeza de carácter filosófico.

Algo de eso me ha pasado a mí con dos libros que he leído, y quizá el lector sea tan amable de acompañarme en mis perplejidades. Cuando emprendí la lectura del Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose (El acantilado), no esperaba encontrar, y menos bajo la forma de un diccionario, un elaborado inventario absolutamente novelesco. El tema en sí, por supuesto, se presta bien: conforme nos alejamos de los años que son sus paredes medianeras, el nazismo se va pareciendo a la ficción producto de una digestión pesada. Todos sus elementos -desde los densamente ideológicos a los puramente simbólicos- encajan perfectamente en una especie de relato de ciencia ficción en blanco y negro, como si la secuencia de los hechos que lo hicieron posible no tuviera sentido, en abstracto, más que como producto de la mente calenturienta de un escritorzuelo. Y es así como desfilan bajo el orden sumarísimo del alfabeto esos mitos y símbolos en este libro, didácticamente eficaz y literariamente ajustado: del águila a la Atlántida, de Dios a Edelweiss, del espacio vital a la esvástica, del fuego a Goethe, del Grial al hielo, de Jesucristo al lobo, de Nietzsche a la puñalada por la espalda, de las runas a Sigfrido, del tabaquismo al Tíbet, de Versalles a la victoria final.

Cada uno de estos ítems ayuda a configurar un itinerario, no por mil veces conocido más espeluznante, en el orden de lo que Walter Benjamin llamó "estetización de la política", una colosal fábrica de irrealidad contra la que por momentos sólo se opusieron pequeñas válvulas de escape, como cuando circulaba por Alemania un chiste según el cual debería considerarse ario aquel que fuera "rubio como Hitler, delgado como Göring, alto como Goebbels y casto como Röhm".

Cómo oponerse a una ficción, ésa es la pregunta. Cómo salvarse cuando todo un país naufraga en medio de una colosal mentira. El libro de Rosa Sala Rose se lee precisamente como una novela porque todos esos arcaísmos, esos ritos, ese lenguaje parecen referirse a algo tan fantástico como la historia de la tabla redonda. Sólo que el cataclismo ocurrió realmente.

En el otro extremo, leía yo Cançó de bressol (Lullaby), de Chuk Palahniuk, en versión al catalán para la editorial Columna. Nada que ver con las atrocidades nazis, ¿o sí? En realidad, este libro aborda determinados sueños eugenésicos -o quizá pesadillas malthusianas- bajo el molde formal de la parábola. Se trata de un periodista que descubre la razón de la muerte en su cuna de una serie de bebés. El misterio se condensa en la página 27 de un libro de canciones tradicionales: al ser pronunciada en voz alta, una canción ancestral provoca la muerte inmediata. El periodista aprovecha este descubrimiento para hacer una escabechina pero intenta, con la ayuda de una agente inmobiliaria que también está en posesión del secreto, buscar todos los ejemplares del libro repartidos por las bibliotecas de América y destruirlos.

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Pura ficción, ya lo sé, pero servido con un estilo hiperrealista el desconcertante producto de la mente de un novelista se convierte en algo que se lee como si pudiera pasar -de hecho, ha pasado-. Una metáfora sobre el mal, por supuesto, pero toda metáfora es un puente sobre la realidad. La metáfora no se refiere a algo imposible sino a otro orden de posibilidades.

Por ese u otro motivo, yo he leído este libro como si su argumento se refiriera a una realidad más insoslayable que el propio nazismo. De hecho, Hitler, conforme pasa el tiempo, se me aparece como un personaje más y más etéreo, un fantasma -una voz- que no pudo existir, el sueño de una razón que no debió permitirlo. En cambio, el periodista de Cançó de bressol se desenvuelve con mucha lógica ante el poder de la muerte. Si puede matar, mata. Si puede salvar, salva. Suyo es el poder, en definitiva. ¿Una canción que asesina sólo con ser imaginada en el cerebro? Inquietante novela, pero la realidad siempre acaba siendo mucho más irreal que todo eso.

Joan Garí es escritor.

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