Columna

Eduardo Zaplana, ficción y dicción

Cuál es la fisonomía que ofrecemos? ¿Verdaderamente nos adueñamos de nuestro rostro? Afectamos gestos, ademanes, modos y maneras de presentarnos en público. Cuando nos vemos reflejados en un espejo o en una vitrina o en el cristal de un escaparate, o cuando nos sabemos captados por el objetivo de una cámara, reparamos nuestro aspecto desaliñado aspirando así a fijar la imagen. Aún creemos, por supuesto, que la cara revela nuestra identidad, que la cara es el espejo del alma y que una sonrisa apacible demuestra buen talante, paz, bienestar, bonhomía, crédito. Salvando las distancias, algo semej...

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Cuál es la fisonomía que ofrecemos? ¿Verdaderamente nos adueñamos de nuestro rostro? Afectamos gestos, ademanes, modos y maneras de presentarnos en público. Cuando nos vemos reflejados en un espejo o en una vitrina o en el cristal de un escaparate, o cuando nos sabemos captados por el objetivo de una cámara, reparamos nuestro aspecto desaliñado aspirando así a fijar la imagen. Aún creemos, por supuesto, que la cara revela nuestra identidad, que la cara es el espejo del alma y que una sonrisa apacible demuestra buen talante, paz, bienestar, bonhomía, crédito. Salvando las distancias, algo semejante ocurre con la atildada imagen que Eduardo Zaplana componía para la televisión cuando comparecía al final del Consejo de Ministros. Sin embargo, por alguna razón, algo de desaliño indumentario se le vio al Portavoz cuando con aspecto inelegante irrumpió ante las cámaras en la jornada de reflexión electoral, algo de dicción atropellada. Tengo fijados, como si de una instantánea se tratara, aquella cara y aquel torso embutido dentro de una americana de corte menesteroso. Interior noche.

Pero no hay, propiamente, instantáneas. El retrato y la imagen en donde quedan estampados la fisonomía o el rostro son una tarjeta de presentación, una manera de dar las señas de una identidad. Por eso, las instantáneas nunca son tales: no captan el azar del instante ni sorprenden la espontaneidad de la vida, sino que fijan el artificio ideado durante horas o lo retocan después, componiendo el cuadro, lo postizo, el producto de una minuciosa elaboración, de una laboriosa puesta en escena. Justamente por eso, nuestros antepasados acudían a los estudios fotográficos con sus levitas más elegantes, con finas muselinas, con sus prendas más delicadas, y rehacían sus cuerpos con rígidos corsés, con miriñaques, con su indumentaria más distinguida. En el obrador del retratista se ensayaban poses severas: y allí, en aquel escenario, por mandato de los fotógrafos o por voluntad propia, los retratados adoptaban gestos graves que los ennoblecían, modos y maneras de representar en un teatro inacabable, como era y sigue siendo la vida.

Los antiguos eran caballeros severísimos y damas algo mustias; los contemporáneos mostramos porte, elegancia, ensayamos gestos espontáneos, afectamos simpatía o sencillez o galanura otoñal, qué se yo. ¿Verdaderamente somos los dueños de nuestra identidad, los propietarios del aspecto que nuestro cuerpo ofrece? Entonces como ahora, los individuos nos protegemos adoptando papeles, ejecutando guiones, vistiendo la indumentaria que denota la función que desempeñamos, la de Portavoz, por ejemplo: luciendo un buen terno en un mundo en el que representamos el juego de la semejanza y de la distinción. Si las miramos bien, las sonrisas habituales con que Eduardo Zaplana comparecía ante los periodistas resultan hoy incongruentes, fallidas: ¿eran mueca, eran rictus, eran máscara, revelaban campechanía, impostación? Lo eran todo a la vez, seguramente, como las de cualquiera de nosotros. Pero no basta con una explicación tan obvia. ¿Qué deberíamos responder, entonces, si hablamos de una sonrisa que se ofrecía en un medio, la televisión, en el que la ficción es la lógica y la seducción el objetivo? ¿O, acaso, también nuestra vida, más allá de la pantalla, es ficción, pose y apostura?

Hace ya bastante tiempo, en un distante siglo XIX, unos antecesores nuestros inventaron un medio técnico muy ingenioso para esculpir su rostro, su torso o la totalidad de su cuerpo, para establecer aquello que juzgaban ser: el daguerrotipo. Seriamente preocupados por las apariencias, escrupulosos con su aspecto, obsesionados por la exactitud a la que rindieron homenaje, aquellos distinguidos caballeros y aquellas damas finísimas de hace dos siglos creyeron que las fotografías les devolvían su precisa imagen. Cultivaron el narcisismo burgués, pero sobre todo admiraron lo que creían lograr con ese prodigio: nada menos que verse retratados como antaño lo habían sido los monarcas y los grandes, los nobles y los soberanos. Pero fue en balde, porque el instante forzado y la pose artificiosa se revelaron pronto y hoy los podemos ver como pésimos actores de sí mismos, como fracasadas figuras. Eduardo Zaplana aspiró a adueñarse de su imagen, a eso creyó aspirar: a rehacerse con apostura, a pulir su dicción, a componer su torso ante una cámara que la sabía sierva, entregada. Pero, a la postre, cuando se avecinaba la debacle electoral, sucedió lo que les ocurriera a aquellos envanecidos burgueses que se dejaban retratar con demasiadas ínfulas: que el objetivo acabó captando la mueca incómoda, que las sombras devolvieron su imagen poco favorecedora, que el desarreglo no tuvo remedio, pero sí fin... Fundido en negro.

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