Columna

No pasa nada

El afán de notoriedad me condujo al Tíbet en las vacaciones de fin de año y, de modo fortuito, me rompí una pierna. Regresé a Madrid en una silla de ruedas que me impedía circular por la ciudad dinámica de los constructores de zanjas. Durante un par de meses, viví preso en mi apartamento de 40 metros cuadrados. En ese periodo de invalidez, en el que la sanidad pública me prestó unas muletas y la solidaridad privada me ofreció descuentos telefónicos y exvotos del Santo Niño del Remedio, recordé con cariño al guía de mi excursión, un asiático que me llegaba a la cintura y más delgado que un fide...

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El afán de notoriedad me condujo al Tíbet en las vacaciones de fin de año y, de modo fortuito, me rompí una pierna. Regresé a Madrid en una silla de ruedas que me impedía circular por la ciudad dinámica de los constructores de zanjas. Durante un par de meses, viví preso en mi apartamento de 40 metros cuadrados. En ese periodo de invalidez, en el que la sanidad pública me prestó unas muletas y la solidaridad privada me ofreció descuentos telefónicos y exvotos del Santo Niño del Remedio, recordé con cariño al guía de mi excursión, un asiático que me llegaba a la cintura y más delgado que un fideo, pero de corazón grande: sin un mal gesto ni asomo de fatiga, me trasladó en sus brazos por el aeropuerto hasta el interior del avión que me devolvía a España y, tras tumbarme con delicadeza en un asiento de clase turista, sonrió.

Tengo 35 años, soy diplomado en estética y no he conocido una sonrisa igual a ésa. Una sonrisa complacida de mostrar sus dientes exactos, uniformes y radiantes. Como el fulgor del sol en la nieve me deslumbraba su boca rasgada, cuando al mismo tiempo que engordaban sus mofletes, sus ojos se convertían en una ranura y sus diminutas orejas se erguían pizpiretas antes de doblarse en una reverencia. Una maravilla expresiva que ennoblecía su figura raquítica y tras la que se agazapaba un samaritano indestructible. Pues no olvido que en los días posteriores al accidente, y para inyectarme optimismo, el tibetano empleaba a todas horas una frase que yo le había presentado como típica de Madrid, esa de "no pasa nada", que vertía en mi oído con ostentoso silbido de la fricativa, como si un ratoncito rebanase una plancha de metal.

Por cuanto llevo dicho, no necesité forzar mi memoria aquella mañana en que, a punto de dirigirme al centro de rehabilitación, repicó el teléfono. Esperaba la convocatoria de Álvaro para el almuerzo de la peña en La Ancha, mas no percibí su vozarrón, sino el sibilino deslizarse de fricativas. Coladito, reconocí gozoso. Le llamaba así en la imposibilidad de reproducir su nombre, trufado de bilabiales, y me emocionó que desde tan lejanas tierras se interesara por mi mala pata. Pero Coladito no estaba donde yo suponía, sino en la capital de España. Nuestras autoridades le habían traído para que nos enseñara a movernos entre socavones -¡el gran Madrid del altibajo!-, y se hospedaba en una pensión de la calle del Oso donde me dijo haber probado los mejores salmonetes del mundo.Y aquí sus fricativas, estimuladas por la gratitud gastronómica, atronaron.

Soy madrileño de la travesía de la Comadre, así que me personé donde Coladito para enseñarle a comer. Le tomé de la mano igual que a un niño y en el rincón de mi bar predilecto -donde el hombre difícilmente sacaba la cabeza en el mar de cáscaras de gambas y conchas de mejillones- lo enfrenté a una caña bien tirada y a una tapa de alubias. Se hubiera arrojado al metro si se lo propongo, ya que vació el cuenco de judías y el vaso de cerveza con la fe de un legionario de Cristo. Inmediatamente, se afiló su nariz, oscilaron sus orejas y se redujeron sus ojos. Un seísmo vertebral arqueó su caña pensante e hizo crujir su osamenta. Pero aguantó la mezcla de pochas, cebada y lúpulo sin perder la sonrisa y, cuando sus carrillos dejaron de temblar, emitió la fricativa. No pasaba nada, y Coladito estaba dispuesto a agotar las doradas reservas del señor Mahou.

Sonó entonces la charanga y nos asomamos a la puerta del establecimiento. Por la calle del Amparo desfilaba el cortejo de partidarios de la guerra, inmobiliarios, mentirosos y censores. Había también árbitros demasiado humanos, ministros no dichos y obispos con el Kamasutra. Todos articulaban oclusivas y ondeaban banderas con gaviotas manchadas por el alquitrán gallego. Mi instinto estético suplicó a Coladito: "Llévatelos". Con impecable rechinar de fricativas, Coladito se puso al frente de aquella tropa de flamencos y, con su sabiduría tibetana, les orientó por las cordilleras y los abismos de nuestra ondulación con semáforos.

Los perdí de vista cuando se encaminaban al vertedero de Valdemingómez. Estábamos en campaña electoral y nunca agradeceríamos bastante la contribución de Coladito para despejar la atmósfera.

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