Reportaje:LA VUELTA A ESPAÑA EN 15 PROBLEMAS | PERSONAS CON MINUSVALÍA | ELECCIONES 2004

Marisol se mantiene en pie

El padre y los dos hijos de una misma familia de un barrio humilde de Madrid viven encadenados a sendas sillas de ruedas. La madre, de 70 años, logra sacar la casa adelante

Hay fotos de la familia Cebolla en las que nadie va en silla de ruedas. Son fotos viejas, pero las hay. A la madre, Marisol Pedregosa (70 años), pequeña pero fuerte, le debe parecer mentira cuando se pone a mirarlas. Si es que esta mujer saca tiempo para mirar fotos de hace 25 años, porque no tiene ni un minuto libre.

El día no le da de sí para atender a a su marido, Inocencio Cebolla, de 72 años, y a sus dos hijos, Miguel Ángel y Javier, de 44 y 37. Ninguno de los tres se tiene en pie. Ninguno de los tres anda. Los tres se desplazan en sillas de ruedas mecánicas de 100 kilos de peso. C...

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Hay fotos de la familia Cebolla en las que nadie va en silla de ruedas. Son fotos viejas, pero las hay. A la madre, Marisol Pedregosa (70 años), pequeña pero fuerte, le debe parecer mentira cuando se pone a mirarlas. Si es que esta mujer saca tiempo para mirar fotos de hace 25 años, porque no tiene ni un minuto libre.

El día no le da de sí para atender a a su marido, Inocencio Cebolla, de 72 años, y a sus dos hijos, Miguel Ángel y Javier, de 44 y 37. Ninguno de los tres se tiene en pie. Ninguno de los tres anda. Los tres se desplazan en sillas de ruedas mecánicas de 100 kilos de peso. Cuando salen a su calle del barrio obrero de Usera, en Madrid, (comandados por Marisol, que se ha ocupado previamente de abrir la puerta, de colocar una rampita para que suban todos, de cerrar después la puerta, de ponerse delante de la expedición) la familia por sí sola parece una minimanifestación de minusválidos reclamando su legítimo derecho a que alguien se decida por fin a hacerles la vida algo más fácil.

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Miguel Ángel se sentó en una silla de ruedas para siempre a los 20 años. Hasta los 11 era un niño perfectamente normal. "Y hay que ver cómo corría, cómo jugaba al fútbol, cómo montaba en bicicleta", recuerda el padre, con el tono de voz de quien sabe que, a veces, la felicidad consiste precisamente en eso, en que tu hijo corra, juegue al fútbol o monte en bicicleta. A partir de entonces las piernas de Miguel Ángel se volvieron de plastilina. Una enfermedad neurodegenerativa e incurable, la ataxia hereditaria, comenzó a devorarle por dentro. Desde entonces se va ovillando año a año. Su hermano Javier siguió el mismo camino, cumpliendo cada una de las etapas del calvario. A los 11 años perdió fuerza en las piernas, a los 20 no le sostuvieron ya...

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Y la casa y las fotos de la familia Cebolla se fueron llenando de sillas de ruedas. La última que entró, hace meses, fue la del padre, que padece Parkinson y que aún parece asombrarse cuando mira y ve tanto hombre sentado en los 80 metros cuadrados de la casa. Aún no maneja la silla con la soltura de los hijos. A veces tropieza con ellos en el salón o en la calle. La madre le reprende entonces con un cariño inmenso y transparente: "Te van a tener que poner una L", como a los conductores novatos.

El mayor es delineante, el menor, psicólogo. Pero los dos están en el paro. Su madre explica que cada uno tiene un carácter. Miguel Ángel es cerrado, solitario, escéptico; cuenta que hace tiempo acudió a un cursillo de informática de la ONCE. "He hecho muchos cursillos, muchísimos. En este quedé de los primeros. Pero un día antes de la entrevista personal me dijeron que la oficina tenía escaleras, que ni fuera. En la ONCE me aseguraron que me llamarían para otro trabajo. Cinco años después no ha llamado nadie". Casi no sale de casa. Casi no sale de su cuarto. Casi no sale de internet.

Javier es abierto, confiado. También siete años más joven. O sea, ha sufrido siete años menos. Es presidente de la Asociación Madrileña de Enfermos de Ataxias Hereditarias (www.terra.es/personal/atamad) y eso le obliga a desplazarse más por la calle. No coge el metro, porque en Madrid sólo 72 de las 220 estaciones cuentan con ascensores. Tampoco un taxi. Sólo 20 de los 5.000 que circulan por la ciudad están adaptados para albergar sillas de ruedas y, además, son carísimos. Va en autobús. Más o menos, uno de cada cuatro de los que pasan no tiene escaleras o no va repleto y se puede montar. Uno de cada cuatro. No es una mala proporción si estás acostumbrado siempre a lo peor.

Emplea dos horas en llegar. Alguien con dos piernas sanas no tardaría ni media. Pero quien diseña las calles no piensa casi nunca en tipos como Javier o Miguel Ángel. "Me he encontrado a veces que hay rampas en un lado de la calle pero en el otro no. ¿Que hago? ¿Me quedo en la calzada? ¿Me vuelvo para que me atropellen? ¿Qué hago?", se pregunta el mayor de los hermanos. No pueden utilizar ni siquiera un pasadizo situado a cinco metros de su casa, lo que les obliga a dar una vuelta inmisericorde a toda la manzana para ir a la panadería o a la frutería o a cualquier sitio. "Hace cuatro años reformaron el pasadizo, levantaron el empedrado. Pedí por escrito a la junta municipal una rampa. Me contestaron que no había presupuesto. Al mes volvieron, se habían olvidado de poner unos cables para las farolas. Abrieron todo otra vez. Volví a pedir la rampa. Ni contestaron. Para las farolas hubo presupuesto, para nosotros no", relata Miguel Ángel con una amargura difícil de disimular.

Los dos hermanos sostienen que muchos de estos problemas se solucionarían si se eligiese para un puesto con poder en la Administración a un discapacitado. Alejandro Díaz (25 años, en una silla de ruedas desde los 20) está de acuerdo. Él trabaja, conduce y no ha dejado nunca que la enfermedad le confine entre las cuatro paredes de su habitación.

"Bastaría un director general, o un concejal. Sólo el que está como nosotros es capaz de comprenderlo", explica Díaz, miembro de la Asociación Española de Enfermedades Musculares (ASEM) (91 361 38 95). En países como Dinamarca, Miguel Ángel y Javier podrían vivir por sí mismos gracias a las ayudas estatales. En España no. "Con una pensión de 390 euros cada uno al mes. ¿Dónde vamos?", se pregunta Miguel Ángel. Su madre asiente. Les mira como se mira a dos niños de 11 años. Es la única que se atreve a hacer la última pregunta: "¿Qué va a pasarles cuando yo no esté?".

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