Columna

Correos

Felizmente anclado en un pretérito galdosiano, el servicio de correos es uno de los últimos remansos de paz que ofrece la agitada vida de las grandes ciudades. No porque allí reine la calma. Abundan los empellones y en ciertas ocasiones se oye una palabra más fuerte que las otras. Pero aun así. Los servicios centrales suelen ocupar grandes espacios, uniformemente sucios, de un color ocre que nadie ha conseguido desde Tintoretto. En cambio, las estafetas de barrio son angostas; las paredes, de un blanco mugriento, están cubiertas de anuncios ininteligibles. La iluminación proviene de unos tubos...

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Felizmente anclado en un pretérito galdosiano, el servicio de correos es uno de los últimos remansos de paz que ofrece la agitada vida de las grandes ciudades. No porque allí reine la calma. Abundan los empellones y en ciertas ocasiones se oye una palabra más fuerte que las otras. Pero aun así. Los servicios centrales suelen ocupar grandes espacios, uniformemente sucios, de un color ocre que nadie ha conseguido desde Tintoretto. En cambio, las estafetas de barrio son angostas; las paredes, de un blanco mugriento, están cubiertas de anuncios ininteligibles. La iluminación proviene de unos tubos fluorescentes que dan una luz escasa y mortuoria. Por contraste, los empleados son amables y risueños.

Los avances de la tecnología y una cierta desconfianza en el servicio que ofrece esta añeja institución han impuesto otros medios de comunicación y envío. Por esta causa, sin proponérselo, el servicio de correos ha ido derivando hacia operaciones periféricas y estrafalarias: giros postales, papeleos de obligado cumplimiento, residuos de una legalidad extemporánea. La cabal evacuación de estas diligencias no es rápida. El que va a correos sabe que hará cola. La cola está formada por personas con una concepción del tiempo más laxa de lo habitual, especialmente por jubilados a los que sus familias, con la buena intención de que no se apoltronen y languidezcan, han colocado en empresas pequeñas por una retribución simbólica. El resultado es bueno porque estos jubilados se mantienen en forma. Van aseados, bien afeitados, con el pelo engominado, a veces teñido de negro azabache, vestidos con esmero, siempre encorbatados. Por hábito de otros tiempos y porque se saben a salvo de malas interpretaciones, son galantes y requiebran a las mujeres jóvenes que también guardan cola, en su mayoría trabajadoras inmigrantes que envían remesas a sus países de origen y que reciben las picardías con resignación y delicadeza.

Mientras tanto, los funcionarios atienden, informan, corrigen los errores inevitables de quienes desconocen unos mecanismos más complejos que los de la NASA; luego estampillan, entran asientos en un libro grueso con letra clara y florida y, por último, con gran sorpresa del público, introducen los datos en un ordenador.

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