SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 23ª jornada de Liga

Emilio Potter

Anteayer tuvimos un golpe de memoria: ése era el día. De pronto, habían pasado veinte años desde la llegada de El Buitre al Madrid de Alfredo di Stéfano.

Fue en el estadio Ramón de Carranza en una de esas tardes de yodo y quisquilla sólo posibles en Cádiz. A primera vista, la ocasión no parecía muy propicia para neófitos ni para forasteros. Por una repentina intuición del entrenador, el chico había entrado en la convocatoria, ocupaba un lugar en el banquillo y cumplía la mitad de sus sueños de futbolista. Sin embargo, en el descanso del partido el resultado era deprimente; animad...

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Anteayer tuvimos un golpe de memoria: ése era el día. De pronto, habían pasado veinte años desde la llegada de El Buitre al Madrid de Alfredo di Stéfano.

Fue en el estadio Ramón de Carranza en una de esas tardes de yodo y quisquilla sólo posibles en Cádiz. A primera vista, la ocasión no parecía muy propicia para neófitos ni para forasteros. Por una repentina intuición del entrenador, el chico había entrado en la convocatoria, ocupaba un lugar en el banquillo y cumplía la mitad de sus sueños de futbolista. Sin embargo, en el descanso del partido el resultado era deprimente; animado por decenas de miles de seguidores que empezaban a calentar el carnaval, el Cai se había metido en la comparsa y ya estaba ganando por 2-0.

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En eso apareció don Alfredo, pasó junto a él, le miró de reojo con el empaque de un viejo buda y en dos palabras, sin el más mínimo protocolo, como quien manda al botones a comprar tabaco, le dio una de esas secas instrucciones porteñas que él mismo había recibido mucho tiempo antes, cuando salía de la incubadora de River Plate.

-Nene, calentá.

En aquel momento, el fútbol español seguía rumiando su ingrato papel de anfitrión en el Mundial 82. Por influencia de los dos finalistas, es decir, de los delegados del sudoroso Calcio y de la opulenta Bundesliga, casi todos los clubes de Primera División vivían obsesionados con mejorar su musculatura. Según decían los paladines de la nueva moda, los espectadores no estaban autorizados a disfrutar de un espectáculo divertido; para ellos, el estadio sólo debía ser una sucursal de la fábrica y el tiempo de juego una prolongación del horario laboral.

En aquella competencia por ganar kilos y Ligas, el Madrid conservaba su espíritu ganador, pero despedía un rancio olor a bodega. Era, en resumen, un equipo sobrio, atento y esforzado que se agrupaba con la abnegación de una cuadrilla de segadores y progresaba con el aplomo lento de una rueda de tractor.

Aunque Emilio no lo sabía cuando saltó al campo, estaba destinado a encabezar una especie de insurrección: la de la Quinta del Buitre. Bajo su inspiración, y con la complicidad de Camacho, Gallego, Gordillo y Hugo Sánchez, tomaría el poder la más brillante escuela de duendes del Sur.

Al final del partido había marcado dos goles para completar su primera remontada. Di Stéfano hacía entonces su segundo comentario.

-El tipo lleva el gol en el cuerpo: lo sacudís y cae un gol; volvés a sacudirlo y cae otro.

Aunque nosotros tampoco lo sabíamos, Emilio Butragueño, Buitre en vez de búho, no era sólo un nombre de futbolista y de revolucionario. Era también el seudónimo de Harry Potter.

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