Crítica:

Las tramas de lo visible

Es, sin duda, Javier Alkain (San Sebastián, 1960) una de las figuras de interés más firme e inusitado entre las que han venido a aflorar, dentro del ámbito de la pintura, en nuestra escena peninsular de la última década. Su trabajo, distinguido en 2000 con los premios Gure Artea y Bancaja, no se ha prodigado sin embargo en exceso, debido a su laboriosa ejecución. De hecho, el artista donostiarra apenas acumula cinco muestras personales hasta la fecha, desde aquella primera de 1994, que presentó en Cruce, a su actual reencuentro con Madrid que motiva este comentario.

De entrada, el conta...

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Es, sin duda, Javier Alkain (San Sebastián, 1960) una de las figuras de interés más firme e inusitado entre las que han venido a aflorar, dentro del ámbito de la pintura, en nuestra escena peninsular de la última década. Su trabajo, distinguido en 2000 con los premios Gure Artea y Bancaja, no se ha prodigado sin embargo en exceso, debido a su laboriosa ejecución. De hecho, el artista donostiarra apenas acumula cinco muestras personales hasta la fecha, desde aquella primera de 1994, que presentó en Cruce, a su actual reencuentro con Madrid que motiva este comentario.

De entrada, el contacto inicial con la obra de Javier Alkain puede inducir a un equívoco, por la aparente coexistencia de dos vías simultáneas en su pintura con orientaciones virtualmente antitéticas, una que se ajusta a una escrupulosa y efusiva dicción naturalista en la captación del motivo, optando la segunda por una descarnada y ascética decantación hacia registros cercanos al minimalismo. Pero esa supuesta dualidad es a la postre ilusoria, pues ambas vías en rigor son, para el pintor, inflexiones o estratos de una senda única, momentos sucesivos de esa percepción que extrae, del latido específico y sin par del motivo, la secuencia que conduce, en creciente disección, de la mimesis que recrea el bullir de la sensación al diagrama que precisa la estructura de su ritmo interior.

JAVIER ALKAIN

Galería Amparo Gamir

López de Hoyos, 15. Madrid

Hasta el 15 de febrero

De hecho, todas las estaciones

del ritual evocado en ese viaje iniciático -desde el espectáculo de la naturaleza hasta la indagación de su entraña más recóndita y esencial, de la piel al signo articulado por el trazo de los huesos- están presentes en el escenario desplegado por esta exposición. Como límites, de un lado la aromática serie desdoblada por los pequeños formatos que reiteran, con ligeros deslizamientos del rumor tonal, un mismo paraje arbolado; del otro, la polaridad que establece en positivo y negativo -blanco sobre negro, negro sobre blanco- el trazo repetitivo en su obsesiva invasión del plano inerte. Entre ambos, todo ese despliegue que modulan los jaspeados entretejidos por un mosaico de haces multicolores, hipnóticos enjambres, laberintos que asocian su figura del mundo a un crepitante frenesí. Y finalmente, a modo de clave, que nos desvela el sentido del juego, tres lienzos en los que emergen, de la maraña de trazos, espectrales fragmentos de una remota batalla oriental. Virtuosa equidistancia que sitúa ese punto enigmático donde brota, del caos de lo sensible, el cosmos como ensoñación.

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