Tribuna:

Desde el otro lado de la frontera

En muy poco tiempo nos hemos convertido en un país receptor de inmigrantes, situación que, además de facilitar que hayan emergido nuevamente nuestras contradicciones internas, así como nuestras inseguridades nacionales y sociales, ha contribuido a que el debate ciudadano y político sobre la inmigración se concentre casi exclusivamente en los inconvenientes y ventajas que comporta y, sobre todo, en los conflictos que este fenómeno podría originar.

Pero si pretendemos entender en su totalidad el hecho inmigratorio, nos parece indispensable ampliar esta realidad inmediata y vital acometien...

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En muy poco tiempo nos hemos convertido en un país receptor de inmigrantes, situación que, además de facilitar que hayan emergido nuevamente nuestras contradicciones internas, así como nuestras inseguridades nacionales y sociales, ha contribuido a que el debate ciudadano y político sobre la inmigración se concentre casi exclusivamente en los inconvenientes y ventajas que comporta y, sobre todo, en los conflictos que este fenómeno podría originar.

Pero si pretendemos entender en su totalidad el hecho inmigratorio, nos parece indispensable ampliar esta realidad inmediata y vital acometiendo su análisis también desde la perspectiva de las comunidades en las que las expectativas individuales y familiares de una mayoría de personas se sitúan en la ineludible necesidad de emigrar, hecho que genera impactos culturales, políticos y económicos de una enorme trascendencia.

Por tanto, debemos intentar entender el universo social y cultural en el que se desenvuelven los diversos tipos de inmigrantes, para así poder intervenir con políticas integradoras eficaces en los países receptores y para facilitar que las entidades sociales, los estados y los organismos internacionales puedan contribuir eficientemente a corregir los severos desequilibrios económicos a escala mundial y, en consecuencia, a detener los flujos migratorios forzados por la pobreza y la violencia.

Desde este punto de vista, puede resultar aleccionador imaginar lo que supondría para nuestro país que nuestros jóvenes tuviesen sólo posibilidades de ocupar un puesto de trabajo, con independencia de su preparación profesional, en el extranjero, como camareros, peones o braceros. Que mujeres de toda edad y condición se viesen obligadas a marcharse a otros países para realizar tareas domésticas, atender a ancianos y enfermos o, incluso, a prostituirse, dejando a sus mayores el cuidado y la educación de sus hijos.

Intentaremos, pues, enumerar cuáles son para estos países algunas de las consecuencias de la huida continuada de personas.

1. Un enorme empobrecimiento como fruto de una descapitalización del recurso más valioso, el humano, de la que se beneficia, con voluntad o sin ella, la economía occidental: se suele emigrar en plenitud de vigor y con capacidad para ser inmediatamente rentable en el mercado de trabajo. Aquellos que han disfrutado de una mejor y más costosa formación, los científicos, los técnicos y profesionales, los artistas, desarrollan todas sus capacidades creativas y renovadoras en terceros países porque no pueden hacerlo en el suyo. De esta forma, el ciclo de la pobreza no se detiene.

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¿Cómo puede entenderse que en este momento, según el Unicef, 123 millones de niños y niñas en edad escolar no hayan pisado jamás una escuela (de esa cifra 46 millones viven en el África subsahariana)? Abandonar a estos niños supone, además de una vulneración moral, un gravísimo perjuicio económico que impide el desarrollo, al menos, durante dos generaciones más.

2. Culturalmente, los inmigrantes aportan a sus países de origen un modo distinto de contemplar el mundo desde el punto de vista religioso y espiritual, lingüístico, de las relaciones interpersonales y familiares, del papel de la mujer, etcétera. Esta situación presenta indudables aspectos positivos, pero comporta al mismo tiempo dos riesgos importantes: el de la desculturización, es decir, la adopción parcial de nuevas características culturales de las sociedades receptoras, a menudo las más lesivas para estas mismas sociedades (individualismo, consumo...), que finalmente pueden generar la autodestrucción, y en segundo lugar el de la radicalización: frente a una cultura mayoritaria y en ocasiones hostil, el individuo se reafirma en su identidad por la vía de la oposición a la cultura de la sociedad de acogida.

3. La emigración favorece el mantenimiento de los regímenes políticos tiránicos, construidos sobre la violación de los derechos humanos, que en otro caso verían incrementada la presión de sus ciudadanos más formados y emprendedores -el núcleo básico de los inmigrantes- hacia la configuración de sistemas que propiciasen una mayor redistribución de la riqueza y un incremento de las libertades individuales y colectivas, sin que esta deseable evolución deba comportar forzosamente una organización política idéntica a la de las democracias occidentales que, en sociedades con escalas de valores y una organización social distintas, puede no significar precisamente el paradigma de las libertades. El concepto de democracia es el único que acoge la posibilidad de discutirse, criticarse y mejorarse indefinidamente a sí mismo (Jacques Derrida).

4. El drama humano que comporta la separación de hombre y mujer, de padres e hijos, el alejamiento de familiares, amigos y vecinos, separación no solamente física, sino cultural, ideológica y lingüística, desestructura severamente estas sociedades.

Aunque la actuación de las ONG nos libera, en parte, de la mala conciencia de ciudadanos opulentos, no podemos confiar exclusivamente en su eficacia para colaborar con el desarrollo del Tercer Mundo. Creemos que hay que ir más allá y demandar a los responsables políticos actuaciones coherentes, sin las hipocresías que se evidencian, por ejemplo, cuando constatamos que los subsidios económicos de la Unión Europea a sus agricultores son cinco veces superiores a los que dedica la propia UE al desarrollo del Tercer Mundo. De esta forma la política agrícola de Europa arruina directamente a los campesinos africanos.

En definitiva, la pérdida continuada de capital humano, la cultura de la dependencia, los efectos de una falsa globalización económica, la falta de democracia y los regímenes políticos corruptos provocan el colapso económico del Tercer Mundo.

Es necesario, pues, enfocar el hecho inmigratorio con realismo y justicia y abordarlo a partir de sus causas más profundas. Proponemos, mientras tanto, cruzar la frontera de la desconfianza mutua y enriquecernos con la diversidad respetuosa.

Carles Campuzano es diputado de CiU en el Congreso; Àngel Miret es ex secretario de Inmigración del Gobierno de la Generalitat.

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