Columna

Velo

El otro día, caminando por el barrio de Ruzafa, una bocanada de papeles y hojas me llevo de vuelta al zoco chico de Tánger, con sus cajas de cartón saturadas de hortalizas; a Smirna y a sus puestos de flores temblando bajo el viento de enero; al puerto de Orán, donde llegaban antiguamente navegantes de todas partes del mundo, y hasta a Alejandría, lo que me resulta más difícil de explicar porque nunca he estado en esa ciudad. A ciertas horas una excursión por algunas calles del ensanche valenciano equivale a un periplo por el Mediterráneo. Hay sirios, turcos, armenios, tunecinos, marroquíes......

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El otro día, caminando por el barrio de Ruzafa, una bocanada de papeles y hojas me llevo de vuelta al zoco chico de Tánger, con sus cajas de cartón saturadas de hortalizas; a Smirna y a sus puestos de flores temblando bajo el viento de enero; al puerto de Orán, donde llegaban antiguamente navegantes de todas partes del mundo, y hasta a Alejandría, lo que me resulta más difícil de explicar porque nunca he estado en esa ciudad. A ciertas horas una excursión por algunas calles del ensanche valenciano equivale a un periplo por el Mediterráneo. Hay sirios, turcos, armenios, tunecinos, marroquíes... Sin embargo a veces pasamos por los lugares sin verlos por dentro. Lo extraordinario de Ruzafa es que se percibe entre sus habitantes una respiración distinta, anhelante. He sentido ese mismo pálpito en Londres, en París, en Nueva York, en todas las capitales donde hay barrios de inmigrantes, una especie de desazón que ataca a los hombres cuando se sienten extranjeros. Compro frutos secos y floto tranquilamente por el vecindario. Por las aceras pasan mujeres de ojos rebosantes llevando teteras de latón de un portal a otro, a veces en un zaguán se congregan hombres con una inmovilidad algo recelosa, el olor del hachís se parece al de la tierra mojada, pero el de una panadería es un aroma bíblico. En los locutorios de teléfonos se forman colas que dan la vuelta a la manzana. Hay griterío, salmos, partidas de naipes, caminos que se bifurcan. Y también hay velos, claro.

La polémica suscitada en torno a la prohibición en Francia del uso del hiyab, ha llegado a los barrios marginales de occidente. Nadie duda que Francia fue la cuna del estado laico y moderno. Pero la democracia se levantó sobre el principio de que ninguna razón de estado pueda atentar contra las libertades individuales, una de las cuales es, sin duda, el derecho a manifestar externamente las convicciones religiosas ya sea llevando chador o una medalla de la virgen del Carmen al cuello como hacen en mi tierra los marineros más bregados aunque después blasfemen al partirse el alma contra el mar.

Algunas asociaciones feministas han defendido la medida con el argumento de proteger a la mujer de la discriminación que sufre en la sociedad musulmana. Si este fuera de verdad el objetivo, francamente creo que habría maneras más eficaces de conseguirlo. Con la nueva presión, el velo acabará convirtiéndose en el ejemplo de una identidad cultural amenazada y por lo tanto en un símbolo de resistencia política, especialmente cuando el gran tema de fondo, que es la guerra abierta entre Israel y Palestina, sigue candente. Dice un viejo proverbio árabe que los ladrillos toman el color del fuego en el que se cocieron, lo que a lo mejor significa que hay materias muy inflamables como el barro del que estamos hechos los humanos.

Un adolescente magrebí se cruza en mi camino con la mirada emboscada. De pronto, en un zaguán el aire se llena de olores muy especiados, curry, azafrán, canela..., un paisaje aromático. Sus esencias llegan hasta mí mezcladas con el sonido de conversaciones en un idioma extraño que, sin embargo, me resulta extrañamente familiar. En mi casa también nos sincerábamos en la cocina, al oscurecer, con el zumbido de fondo de la nevera y cada día se enhebraba con las cartas de primos y parientes desde lugares lejanos. Tanto árabes como judíos hemos sido siempre pueblos de la diáspora ¿cómo olvidar entonces aquel viejo sueño de la tolerancia moral?

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