Columna

'Ilegales'

Cuando apenas quedaban unos minutos para despedir al turbulento 2003, sonó el portero automático. Subía nuestro vecino Nasser, un niño de 11 años, padre jordano y madre marroquí. Venía a felicitarnos el nuevo año, tan arregladito y repeinado como merece una ocasión así, y dio, muy formalmente, dos besos a las chicas, y a los chicos un apretón de manos. Le invitamos a tomar las uvas con nosotros, llamó a sus padres para pedir permiso y se quedó. Después de los abrazos de rigor tras las 12 campanadas, Nasser improvisó una melodía al piano, nos bailó una especie de break muy estiloso, se l...

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Cuando apenas quedaban unos minutos para despedir al turbulento 2003, sonó el portero automático. Subía nuestro vecino Nasser, un niño de 11 años, padre jordano y madre marroquí. Venía a felicitarnos el nuevo año, tan arregladito y repeinado como merece una ocasión así, y dio, muy formalmente, dos besos a las chicas, y a los chicos un apretón de manos. Le invitamos a tomar las uvas con nosotros, llamó a sus padres para pedir permiso y se quedó. Después de los abrazos de rigor tras las 12 campanadas, Nasser improvisó una melodía al piano, nos bailó una especie de break muy estiloso, se lamentó por haber olvidado su disco de Upa Dance ("lo íbais a flipar", dijo, sentado al borde del sofá como un hombrecillo guapo y moreno) y se despidió, con la sonrisa y el brillo satisfecho de sus ojos de 11 años. Para un grupo sin niños, como el nuestro, en un barrio con pocos niños, como es Chueca, la compañía de Nasser en Nochevieja fue toda una delicia. Para él, fue una vez más la confirmación de ser uno de los nuestros.

La familia de Nasser trabaja y reside en Madrid desde hace algunos años. Ha salido adelante con el esfuerzo continuo de los padres y el apoyo de quienes los conocen y saben que, como cualquier familia, su vida consiste en cuidar a sus hijos, preocuparse de su educación y sus caprichos, tener expectativas de futuro. Ni más ni menos. Como cualquier hermano mayor, Nasser, que va al colegio y al Conservatorio, protege y mima a Yalissa, que está muy orgullosa porque acaba de cumplir siete años y da clases de ballet. Como tantos otros, sus padres los llevan a ver la Cabalgata de los Reyes Magos y al campo los domingos. La familia de Nasser vive en situación administrativa legal, pero pudiera, como sucede en muchos casos, no ser así. ¿Podríamos entonces afirmar, sin que nos temblara la voz, que el prometedor Nasser y la encantadora Yalissa fueran niños "ilegales"? ¿Es que un niño puede ser ilegal? Pues ese es el epígrafe bajo el que la Ley de Extranjería recoge la existencia de los niños de ese medio millón largo de inmigrantes que residen y trabajan en el Estado español de forma irregular; una ley cuya próxima modificación los condena a vivir en esa irregularidad e impide su normalización administrativa, laboral y social.

Si ésta es la época que nos ha tocado vivir, tenemos que enfrentar sus condiciones. Nosotros, ahora, desde el privilegio histórico, ya que no hace tantos años eran nuestras familias las que, empujadas por la miseria política, económica y social buscaban la prosperidad fuera de estas fronteras. Se iban a trabajar a Alemania, a Suiza, a hacer lo que los prósperos ya no querían hacer allí. O iban a refugiarse, a reconstruir sus vidas a México, a Argentina. Se iban en las peores condiciones. ¿Por qué hay que recordar esto una y otra vez, hasta volverlo casi un tópico? ¿Cómo es posible que este país de emigrantes no se identifique, se solidarice y se compadezca de sus inmigrantes? Y ahora es la propia España, la del Gobierno de Aznar, la de los gobiernos de Aguirre y Gallardón, quien impulsa en la Unión Europea un proyecto que cerrará las últimas puertas de esperanza a la inmigración irregular. Con un sentido sin precedentes de la paranoia y del egoísmo, dicho proyecto, que ya está circulando entre los embajadores de los 15 Estados miembros, establece, por ejemplo, que las aerolíneas europeas deberán registrar 34 datos sobre cada viajero que parta hacia EE UU. La CIA y el FBI podrán acceder a dichos datos. ¿Qué habría sido hace unos años de nuestros emigrantes si sus expectativas se hubieran topado con tales objeciones? Quizá esa España que tanto duele a las ministras unamunianas no podría haber llegado a ser la que hoy tiene capacidad para impulsar la injusticia.

Los inmigrantes, que contribuyen a nuestra economía, son personas cuyos derechos fundamentales son violados, que viven sometidas al acoso policial y bajo la permanente amenaza de la expulsión. Sus niños serán el producto de esa vida. Si Nasser fuera "ilegal" no podría estudiar piano en el Conservatorio, así que es probable que anduviese más tiempo por la calle: ¿podríamos exigirle después que fuera un ciudadano responsable? Si Nasser fuera "ilegal" quizá se negaría a sí mismo la posibilidad de peinarse y perfumarse para celebrar el nuevo año con sus vecinos: ¿tendríamos después derecho a exigirle dignidad?

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