Columna

La Constitución del miedo

Si el texto constitucional de salida apelaba a la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, y consagraba al pueblo como residencia de la soberanía nacional, es que por detrás de la redacción, se advertían muchos ruidos y crispaciones, y aún planeaba la siniestra sombra de una guerra civil y cerca de cuarenta años de indefensión frente a una dictadura implacable, que hasta el último momento literalmente hablando y escribiendo, persiguió al rojo, con la misma saña que al principio, aunque más templada en su exhibición represiva, por el ojo avizorante de Europa y el riesgo de l...

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Si el texto constitucional de salida apelaba a la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, y consagraba al pueblo como residencia de la soberanía nacional, es que por detrás de la redacción, se advertían muchos ruidos y crispaciones, y aún planeaba la siniestra sombra de una guerra civil y cerca de cuarenta años de indefensión frente a una dictadura implacable, que hasta el último momento literalmente hablando y escribiendo, persiguió al rojo, con la misma saña que al principio, aunque más templada en su exhibición represiva, por el ojo avizorante de Europa y el riesgo de las movilizaciones populares de partidos de izquierda, organizaciones sindicales y una conciencia y sensibilidad cívicas ya difícilmente solubles. El miedo al pasado y la necesidad de una convivencia democrática inspiraron la Constitución que ayer cumplió 25 años. El cronista recuerda, y no con ánimo de mermar la ley de la plata de estas bodas celebradas entre tantos contrayentes, sino en abono de sus manifestaciones, que ya con el visto bueno del Congreso y el Senado, fue detenido, con otras 16 o 18 personas, algunas valencianas, en el Hotel Convención de Madrid, trasladado a los sótanos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, donde le dispensaron un trato habitualmente humillante, y 72 horas después, con sus compañeros de aventura o desventura, conducido a las Salesas, donde un juez tenía que enviarlo a Carabanchel o a la calle. Por fortuna, terminó en la calle, como el resto de los detenidos. Muy pocos días después, se celebró el referéndum. Pues bien, en el interrogatorio policial preceptivo, donde el cronista se negó a dar más datos que los de su DNI, uno de los inspectores de la brigada políticosocial se expresó despectivamente con respecto a la Carta Magna: "¿Tú crees en eso?. Pues mira lo que te digo, dentro de nada sólo será papel mojado".

Aquel inspector no era tan simplón. 25 años después, no es papel mojado, pero empieza a humedecerse. Porque una muy considerable parte de su articulado no se ha desarrollado, lo que supone una mutilación de los derechos fundamentales que se contemplan en la Constitución y que son socialmente urgentes: la vivienda, la educación, el trabajo, la sanidad, la mujer y otras tantas cosas. Y luego porque desde la óptica imperante del pensamiento único se postula una lectura única, una única interpretación. Lo que es tanto como cerrar sus páginas y archivarla en una vitrina, como un trofeo. Y nada más ajeno a sus contenidos y valores, que están al servicio de una sociedad en progreso, y no a la inversa. La Constitución no es un fin en sí misma, sino un instrumento; y el pueblo, que es soberano, debe adecuarla a sus circunstancias. Eso significa revisarla, ponerla a la altura de actualidad, modificarla desde la razón y el debate político en la diversidad, en función de sus propios mecanismos jurídicos. El cronista reivindica su texto desde la viveza y flexibilidad que ofrece, desde la perspectiva de avanzar la democracia, de respetar las particularidades y aspiraciones de nuestra pluralidad, de convocar al diálogo. Pero nunca comprendería cómo y por qué un gobierno pretende utilizarla como una herramienta de miedo y criminalización. Eso tiene nombre muy feo.

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