Tribuna:

Los ciudadanos y los poderes en la Constitución

En la célebre declaración revolucionaria francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, se apuntaba una idea de Constitución que hoy forma parte de la tradición liberal democrática: "Toute societé dans laquelle la garantie de droits n'est pas assurée, ni la séparation des pouvoirs determinée, n'a point de Constitution". La Constitución Española de 1978, es evidente, garantiza los derechos y libertades y reconoce la separación de poderes. Sin duda, se inserta en el ámbito del constitucionalismo racional-normativo que encuentra en la Revolución Francesa uno d...

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En la célebre declaración revolucionaria francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, se apuntaba una idea de Constitución que hoy forma parte de la tradición liberal democrática: "Toute societé dans laquelle la garantie de droits n'est pas assurée, ni la séparation des pouvoirs determinée, n'a point de Constitution". La Constitución Española de 1978, es evidente, garantiza los derechos y libertades y reconoce la separación de poderes. Sin duda, se inserta en el ámbito del constitucionalismo racional-normativo que encuentra en la Revolución Francesa uno de sus referentes históricos. Pero, además, la Constitución expresa un conjunto de valores, que se sintetizan en la libertad y la igualdad, que han de informar la actuación de los poderes públicos. A veinticinco años de su promulgación parece razonable hacer un balance de la posición del ciudadano frente a los poderes públicos, a través del sistema de derechos y libertades y del ejercicio de las funciones constitucionales por las instituciones democráticas. Queda para otra ocasión abordar una cuestión tan decisiva como es la descentralización política que configura el Estado de las autonomías.

El primer dato a retener son, precisamente, sus veinticinco años de vigencia, el más prolongado entre el resto de constituciones democráticas promulgadas. Su estabilidad contrasta con una historia constitucional en la que la regla ha sido la proliferación de dictaduras, pronunciamientos militares o guerras civiles, y la excepción, las formas democráticas de gobierno. El segundo es el amplio catálogo de derechos de libertad y participación, además de otros de carácter social y económico, dotados todos ellos de un sistema de garantías jurisdiccionales. Y, en este ámbito, el Tribunal Constitucional, desde sus primeras resoluciones en 1981, ha asegurado una jurisprudencia especialmente sensible al principio de libertad y a las garantías del justiciable. En este sentido, es preciso destacar el esfuerzo realizado en los primeros años para establecer unos criterios objetivos dirigidos a la protección del derecho a la tutela judicial, quizás con una exacerbada pero comprensible flexibilidad hacia el recurrente en demanda de amparo. Sobre todo, porque amplios sectores de la jurisdicción ordinaria de los primeros años democráticos seguían bebiendo de las fuentes jurídicas del franquismo. A ello hay que añadir la aportación de criterios objetivos en el juicio de racionalidad y en el test de proporcionalidad, para resolver los casos en los que está en juego el principio de igualdad y el derecho a no ser discriminado, sin olvidar la importante jurisprudencia asentada para resolver los contenciosos que se suscitan entre los derechos de la personalidad (honor, intimidad y propia imagen) y la libertad de expresión y el derecho a la información; así como la relativa a los derechos de participación política y la siempre controvertida relación entre cargos electivos y partidos políticos, en la que se fijó la doctrina que vincula la obtención del cargo electivo a los electores y no a los partidos políticos. Un criterio especialmente respetuoso con el principio de la soberanía popular que, no obstante y muy a su pesar, ha dado lugar a corruptelas por parte de cargos electos, con fines espurios de sobra conocidos. Por otra parte, el Tribunal Constitucional se ha mostrado especialmente permeable a incorporar a sus decisiones la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a través de cláusula de apertura a la internacionalización de la interpretación de los derechos. En su conjunto, pues, ha asentado una doctrina liberal y progresista sobre los derechos y libertades que ha supuesto un avance importante frente a la cultura autoritaria que ha caracterizado a la sociedad española y de la que todavía hay suficientes muestras que no se ha sacudido de encima.

Sin embargo, la aplicación de los derechos por los poderes públicos presenta déficit. Uno de ellos es el relativo al retraso en la tutela de los derechos lesionados, que pone de manifiesto la necesidad de que el legislador ordinario configure un sistema más ágil de justicia cautelar para la protección de los derechos en todo tipo de causas cuando el fumus es favorable al interesado. De esta forma, un ejemplo entre muchos otros, podría evitarse la ineficacia social de sentencias que después de dos años de producirse los hechos estiman la pretensión de los sindicatos cuando impugnaban por abusivo un decreto de servicios mínimos dictado por la Administración para hacer frente a una convocatoria de huelga. Tampoco ha de sorprender que un notorio déficit del sistema democrático sea el relativo a la baja calidad -con alguna que otra circunstancial salvedad- del derecho a comunicar información en los medios de comunicación audiovisuales de titularidad pública, y, con escasas excepciones, también en los de gestión privada. La dependencia parlamentaria, que estableció la Ley 4/1980, del Estatuto de Radio y Televisión, en la gestión de las cadenas públicas, ha hecho que su política informativa se haya convertido en una correa de transmisión de los partidos que tienen mayoría en las Cortes Generales o en los parlamentos autonómicos. La adecuación de la información a los principios de objetividad, veracidad y pluralismo escasea en beneficio, con mayor o menor grado de sutileza o de truculencia, del sectarismo político. Lo cual exige, especialmente en el ámbito estatal, que se arbitren formas de control por autoridades independientes de la actividad de los medios, y su adecuación a la Constitución y al derecho europeo. Otro tema vidrioso es el que concierne al tratamiento legal de la inmigración. La legislación de extranjería aprobada en la década de los ochenta respondía a una lógica policial que el Tribunal Constitucional corrigió en aquellos aspectos que suponían un control preventivo al ejercicio de los derechos. Sin embargo, más recientemente, la reforma operada por la Ley 4/2000 plantea serios problemas de constitucionalidad, al hacer depender de nuevo el ejercicio de algunos derechos fundamentales (reunión, asociación, libertad sindical) de la condición administrativa previa de residente legal. Y, por supuesto, la nueva legislación de partidos políticos, sin duda concebida para hacer frente a la grave situación del País Vasco, presenta serios problemas de habilitación constitucional cuando preceptúa la disolución de un partido político, no siendo como no es una ley penal. Finalmente, la controversia que en ocasiones se ha suscitado acerca de la articulación de jurisdicción ordinaria con el recurso de amparo no puede concluirse con una atenuación o incluso neutralización de la condición del Tribunal Constitucional como supremo tribunal de garantía de los derechos fundamentales, como jurisdicción de la libertad a la que se refería Cappelletti. Así lo establece la Constitución, a pesar de algunas pretensiones de convertirlo en un remedo de sala del Tribunal Supremo.

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Los poderes del Estado se han configurado a partir de la incuestionable preeminencia constitucional del Gobierno en demérito de la centralidad del Parlamento que teorizaba Manzella, y a la que aspiraban las propuestas políticas de la izquierda en los primeros pasos de la transición. No es una novedad: en general, así ha sido desde el constitucionalismo europeo posterior a 1945, excepción hecha de la IV República Francesa. El monopolio de la iniciativa presupuestaria en manos del Gobierno, el modelo alemán de moción de censura constructiva y la debilidad de los instrumentos de control parlamentario hacen que el Parlamento ocupe una posición secundaria en el panorama de las instituciones políticas. La función de control al Gobierno, tal como la regulan los reglamentos parlamentarios, resulta muy deferente con el Ejecutivo. Por otra parte, la cultura política dominante aquí atribuye a la función opositora más la condición de una disfunción a soportar y combatir que no un valor adquirido del sistema democrático.

El Poder Judicial ha experimentado con el paso de los años una renovación de sus miembros que ha favorecido la asunción de la cultura jurídica constitucional y una mayor permeabilidad a valores democráticos. No obstante, los criterios de selección de la mayoría de los jueces responden a un perfil más bien preconstitucional, en el que se valora más el conocimiento descriptivo del ordenamiento y no la capacidad de razonar de acuerdo a las reglas de la lógica jurídica. Por otra parte, el Tribunal Supremo, teórico órgano superior en los diversos órdenes jurisdiccionales, excepción hecha de las garantías constitucionales, es en realidad varios tribunales supremos a la vez, en función de cada una de las cinco salas que lo componen. Circunstancia que oscurece su posición de teórica preeminencia institucional, así como el valor de su jurisprudencia. Por su parte, el Consejo General del Poder Judicial, como órgano de gobierno del mismo, ha mostrado un funcionamiento institucional muy tributario de la lógica mayoría-oposición en las Cortes Generales. Y ello, tanto con el actual sistema que rige su composición, con una parte de representación explícita de las asociaciones de jueces, como con el anterior, integrado por vocales de exclusiva procedencia parlamentaria. Esta dependencia no ha sido positiva, y es contraria al interés general. No se adecua a un estado democrático moderno, y se compadece mal con la independencia judicial. Tampoco es positiva la escasa imparcialidad mostrada -cierto es que con diversos grados de intensidad- por el fiscal general del Estado en algunas épocas, lo que podría demandar una futura revisión de estatuto constitucional.

El Tribunal Constitucional es el órgano más decisivo para asegurar la aplicación de la Constitución. Tanto para la garantía de los derechos fundamentales, como ya hemos visto, como para la delimitación competencial entre el Estado y las comunidades autónomas y los conflictos entre órganos. Pues bien, atendido el que en la actualidad enfrenta al Tribunal Supremo con el Parlamento vasco, un conflicto sin regulación legal explícita, quizás sería procedente una reforma legislativa para prever supuestos como éste. Por otra parte, uno de los riesgos con los que se enfrenta la jurisdicción constitucional es el de la subordinación a criterios políticos y de oportunidad, puesta lamentablemente de manifiesto en los últimos tiempos. Finalmente, en este contexto institucional, la función del titular de la Corona, de acuerdo con la función representativa del Estado que le corresponde, ha sido, en general, adecuada a las prescripciones constitucionales que le exigen su desvinculación de la decisión y del debate político. Por ello, resulta incomprensible su discurso todavía reciente en el tiempo acerca de que el castellano nunca había sido una lengua impuesta.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.

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