SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | Decima jornada de Liga

Equilibristas

Llegó Jesuli quemando la hierba por el corredor del 9, pegó tres bandazos, y la empalizada del Valencia saltó por los aires.

Tres segundos antes hacía su ronda entre líneas, es decir, merodeaba por tierra de nadie, y había recibido uno de esos pases de mantenimiento que forman parte de la rutina; un pase cualquiera de un compañero cualquiera en un momento cualquiera. Fiel a su estilo de guerrillero, actuó con la máxima diligencia: se deshizo de su disfraz de fontanero, alargó el perfil, envolvió el balón con el canto de las botas, y cuando quisimos darnos cuenta la jugada se había conve...

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Llegó Jesuli quemando la hierba por el corredor del 9, pegó tres bandazos, y la empalizada del Valencia saltó por los aires.

Tres segundos antes hacía su ronda entre líneas, es decir, merodeaba por tierra de nadie, y había recibido uno de esos pases de mantenimiento que forman parte de la rutina; un pase cualquiera de un compañero cualquiera en un momento cualquiera. Fiel a su estilo de guerrillero, actuó con la máxima diligencia: se deshizo de su disfraz de fontanero, alargó el perfil, envolvió el balón con el canto de las botas, y cuando quisimos darnos cuenta la jugada se había convertido en líquido inflamable.

Después saltaron las alarmas, Benítez salió de la marquesina y lanzó sobre él a sus mastines más fieros: Albelda apretó las fauces, Ayala se afiló el colmillo en los galones de la camiseta y a Marchena le salió una víbora en el entrecejo.

De repente, todos cayeron sobre su presa, pero algo imprevisto ocurrió en los callejones de Mestalla. Mientras el caos se apoderaba del escenario, el dibujo del Valencia comenzó a deformarse sospechosamente.

En vez de apurarse, Jesuli se cargó de energía nuclear: llenó los pulmones, tensó la musculatura, amagó un viraje, dio tres bandazos, se disparó como un resorte, y misteriosamente, en el largo instante de una explosión, los restos de la jauría se dispersaron por los alrededores. Sólo faltaba firmar la demolición de la barraca: entró en el área como un rayo y tiró al flanco del portero.

A la misma hora, los otros equilibristas de la Liga mostraban sus habilidades. En Barcelona, Javier Saviola se deslizaba por las cornisas del Camp Nou con su conocida predisposición de conejo: encogió el labio, enseñó los dientes, olfateó el punto de penalti, estiró el cuerpo en una violenta sacudida lateral, se escabulló por la galería más próxima y reapareció en la boca de gol con su maliciosa sonrisa de roedor, su velocidad terminal y su pie blindado. En Pamplona, Joaquín buscaba una salida hacia el banderín de córner por el viejo procedimiento de engañar al defensa con su pupila metálica y su doble zapateado, y en Sevilla, Reyes, el muñeco elástico, ensayaba todas las formas posibles de caminar sobre el pasamanos de una escalera de caracol: braceó para estabilizar la figura, giró sobre sí mismo y convirtió la maniobra en un torbellino.

Convencidos de que un buen recorte es todo lo que separa un fracaso de un éxito, nuestros equilibristas, ganadores o perdedores, volvieron a jugar con una exquisita mezcla de intuición, rapidez y tacto.

Sólo dueños de su propia fragilidad, deberían ser declarados especie protegida.

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