Columna

Constitución

A pesar de que todos sus detractores lo motejan de asesino, traidor, apóstata a la patria y un largo reguero de adjetivos exóticos, las palabras de Ibarretxe al huir de la sala de la universidad de Granada en que estuvo a punto de ser linchado llegaban alumbradas por el acierto: no merecía la pena sobresaltarse porque entendía que, igual que todos los vascos no son etarras, tampoco todos los andaluces reciben a los forasteros con los brazos alzados y las palmas abiertas. La excusa de aquella horda de cafres para agolparse en la puerta del recinto, zarandear los batientes hasta poner en peligro...

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A pesar de que todos sus detractores lo motejan de asesino, traidor, apóstata a la patria y un largo reguero de adjetivos exóticos, las palabras de Ibarretxe al huir de la sala de la universidad de Granada en que estuvo a punto de ser linchado llegaban alumbradas por el acierto: no merecía la pena sobresaltarse porque entendía que, igual que todos los vascos no son etarras, tampoco todos los andaluces reciben a los forasteros con los brazos alzados y las palmas abiertas. La excusa de aquella horda de cafres para agolparse en la puerta del recinto, zarandear los batientes hasta poner en peligro su solidaridad con los goznes y atronar los pasillos de la facultad de Derecho mediante hurras a la hispanidad y soflamas sobre la unidad indisoluble de la nación era, al parecer, la defensa de la Constitución del 78, esa mamá venerable a la que todas las personas decentes de este país, dice el telediario, debemos guardar el mismo agradecimiento y respeto que al pecho que nos amamantó. Pero bastaba con presenciar el talante de los manifestantes granadinos, sus estandartes y sus codos rígidos para comprender que la Constitución les traía más al fresco todavía que al dirigente que venían a insultar por sus presuntas sediciones. La moraleja es que, al fin y al cabo, cualquiera puede discutir los estatutos de una ley que se acuñó hace un cuarto de siglo si lo hace educadamente, sin recurrir al idioma atávico de las coces y los rebuznos.

Dicen los partidos mayoritarios que lo de Ibarretxe constituye un atentado contra el conjunto de los españoles no menos explosivo y dañino que los coches pulverizados de ETA, y que su moción de soberanía debe ser atajada si no queremos poner en peligro la integridad de la patria: entelequias, en suma, a las que ya habían apelado mediante berridos los fascistas reunidos en Granada. La Constitución, siguen arguyendo gobierno y oposición, nos ha otorgado un feliz sistema de vida, una saludable convivencia en que cada hijo de vecino puede defender sus particulares puntos de vista sin que la quijada de burro le amenace la coronilla, y que poner en entredicho las reglas de juego que han permitido este paraíso podría conducirnos a la ruina y al desmadre. Por favor: nadie que se detenga a reflexionar un momento sobre las tesis que defienden los políticos al respecto podrá dejar de detectar sus inconsistencias y sus trampas. Decir que la Constitución no puede tocarse equivale a decir, más o menos, que es perfecta: que salió impoluta, inmaculada e invencible de las manos de los señores que la pergeñaron. Pero toda obra humana, lo mismo el Coliseo de Vespasiano que los versos de los adolescentes, son obras sujetas a su tiempo, a sus limitaciones, a la labor de unos individuos a los que, a pesar de la mejor voluntad del mundo, también estorban las miopías, supersticiones y temores. No encuentro problema ninguno en que alguien proponga reformar la Constitución, si en efecto existen colectivos que, con el paso de los años y el cambio de circunstancias, no se sienten amparados y recogidos en sus cláusulas: afortunadamente nos queda el diálogo, esa panacea para desbravar diferencias a que los hombres, a diferencia de simios y de hienas, podemos recurrir. Si las partes quieren, claro, y si media una pizca de buena voluntad. Es lo que lleva diciendo toda su vida Jürgen Haberlas, filósofo alemán y afónico: de gritar en el desierto.

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