Columna

La sangre

Nada más pronunciar su nombre da miedo. La sangre. No hablo ya del pavoroso rastro que de ella dejan las guerras, sino de la creencia menos sangrienta pero igualmente irracional de que la sangre nos une para siempre y de forma natural a ciertas personas, de la vanidad con la que sentimos que nuestros hijos están hechos de la misma sangre que nosotros. La justicia también cree en la justicia genética. La justicia suele tener tanta confianza en los lazos biológicos que es capaz de arruinar la vida de un niño (pienso en la desdichada historia del niño de El Rollo) por hacer prevalecer la ley de l...

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Nada más pronunciar su nombre da miedo. La sangre. No hablo ya del pavoroso rastro que de ella dejan las guerras, sino de la creencia menos sangrienta pero igualmente irracional de que la sangre nos une para siempre y de forma natural a ciertas personas, de la vanidad con la que sentimos que nuestros hijos están hechos de la misma sangre que nosotros. La justicia también cree en la justicia genética. La justicia suele tener tanta confianza en los lazos biológicos que es capaz de arruinar la vida de un niño (pienso en la desdichada historia del niño de El Rollo) por hacer prevalecer la ley de la sangre sobre la sensatez. Hace un mes se celebraba un congreso sobre los cuentos de hadas y en este encuentro los estudiosos afirmaban que en la historia de Blancanieves el verdadero papel de malvada correspondía a la madre, pero los cuentistas decidieron colocar en su lugar a una madrastra porque para los niños era terrible imaginar y soñar con madres que matan a sus hijos. No sólo es así en este cuento, también en otros cuentos tradicionales españoles de hambre y frío se hizo este cambio porque no era la madrastra la que originariamente abandonaba a las criaturas en el corazón del bosque, sino la madre la que se libraba de tan pesada carga. Afortunadamente, los cambios morales, las adopciones, los nuevos lazos familiares han rebajado notablemente la influencia bárbara de la sangre y podemos admitir que hay madres no biológicas y madrastras que también son buenas. Por eso choca tanto hoy leer la historia de ese hombre que se separó de la mujer con la que tenía un hijo y al volver a casarse descubrió atónito que era estéril y que por tanto aquel niño que crió como suyo no fue fecundado con su espermatozoide. Ahora, cuando la criatura tiene doce años, el Supremo ampara al hombre que desea que la justicia reconozca el engaño y renunciar a su paternidad. Al margen de la justicia, uno puede imaginar que la situación verdaderamente cruel es la que se le ha creado al niño. ¿Qué haría usted si se enterara de pronto que su hijo no es su hijo? ¿Pensaría que el cariño sólo se debía a la sangre y que roto ese lazo todo se desvanece? Da que pensar.

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