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Ronaldinho, el muñeco diabólico

Un rápido examen de la criatura es suficiente: su figura erguida, sus piernas eléctricas y su cara de escayola indican que estamos ante un ser extraño, un exquisito autómata fabricado en alguno de los talleres clandestinos de Gepetto o, probablemente, ante una moderna réplica de Garrincha, Jairzinho y Zagalo montada en los laboratorios de Brasil.

Todas sus habilidades, la arrancada, la carrera, el giro o el frenazo, revelan que se trata de un ingenio articulado cuya energía se renueva con la tensión del juego. Sus reacciones son imprevisibles; sólo sabemos que desmienten cualquier pronó...

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Un rápido examen de la criatura es suficiente: su figura erguida, sus piernas eléctricas y su cara de escayola indican que estamos ante un ser extraño, un exquisito autómata fabricado en alguno de los talleres clandestinos de Gepetto o, probablemente, ante una moderna réplica de Garrincha, Jairzinho y Zagalo montada en los laboratorios de Brasil.

Todas sus habilidades, la arrancada, la carrera, el giro o el frenazo, revelan que se trata de un ingenio articulado cuya energía se renueva con la tensión del juego. Sus reacciones son imprevisibles; sólo sabemos que desmienten cualquier pronóstico. Responden a una lógica variable de huida y persecución en la que, según convenga, el instinto suplanta a la razón y la razón al instinto. Gracias a ella, Ronaldinho, el muñeco diabólico, invierte sus papeles a voluntad. Cuando parece gato se transforma en ratón y cuando parece ratón se transforma en gato.

Tiene, pues, una elaborada manera de seguir el juego sin exteriorizar sus emociones. Se mueve por el campo con una precisa mezcla de naturalidad y sigilo, y nunca anuncia sus verdaderos propósitos. Para ocultarlos aplica un medido plan de camuflaje: afloja el cuello, cierra la boca, baja la cabeza, descuelga los brazos, entra en un falso estado de pasividad y, así, relajado y distante, como en una nube, empieza a caminar sobre algodones.

Para completar su disfraz de maniquí lleva además, bajo su melena abisinia, una máscara de vidrio. En ella, rodeados por sus mejillas planas, su nariz negroide y sus enormes cejas de alambre, los ojos, brillantes y saltones, están encajados en dos cuencas de acero. Son la inconfundible marca del muñeco y se distinguen a simple vista por su permanente disposición a observar. Siempre están abiertos. Mirando.

Como era de esperar, su apariencia es sólo un recurso táctico y su despliegue es sólo una superchería; con tanta simulación únicamente trata de conseguir el máximo grado de sorpresa. Sigue las maniobras con su fingida indiferencia y, justo antes de la decisión de intervenir, carga las piernas, afirma las botas y se distancia un poco más.

Y de pronto aparece convertido en Ronaldinho Gaucho, el hombre que se permitió renovar el repertorio de diabluras, competir con los más grandes magos del Amazonas y refrescar la selección de Brasil.

Ahora ha vuelto a encender el Camp Nou. Acaba de llegar y ya tenemos una deuda con él.

Es cierto que sólo le debemos tres goles, pero son tres goles impagables. Nadie puede poner precio a la fantasía.

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