A pie de obra | TEATRO

Hamlet centrifugado

Uno. Dos Hamlets (tres, contando el de Thomas en el Liceo) en la cartelera barcelonesa. Del Hamlet de Nekrosius en el Nacional me largué en el primer intermedio: una colección de marionetas lunáticas y gritonas; gestos espasmódicos; algunas imágenes memorables; el típico montaje pretencioso, que sólo puede ser comprendido por quienes se sepan Hamlet de memoria. El espectáculo de Calixto Bieito, en el Romea (cinco funciones nada más, lástima), me ha interesado mucho más de lo que esperaba o temía, tras las críticas, excesivamente feroces, ahora lo veo, de la prensa británic...

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Uno. Dos Hamlets (tres, contando el de Thomas en el Liceo) en la cartelera barcelonesa. Del Hamlet de Nekrosius en el Nacional me largué en el primer intermedio: una colección de marionetas lunáticas y gritonas; gestos espasmódicos; algunas imágenes memorables; el típico montaje pretencioso, que sólo puede ser comprendido por quienes se sepan Hamlet de memoria. El espectáculo de Calixto Bieito, en el Romea (cinco funciones nada más, lástima), me ha interesado mucho más de lo que esperaba o temía, tras las críticas, excesivamente feroces, ahora lo veo, de la prensa británica. Tanto Nekrosius como Bieito juegan a la "deconstrucción", que en mi pueblo se traduce como "colocarse por encima de la obra", aunque los resultados acostumbran a quedar, lógicamente, por debajo: demasiada tela para tan poca bolsa. En una entrevista previa al estreno, Bieito reconocía que "Hamlet es una obra infinita, imposible de abarcar, y cualquier puesta en escena es reductora". Es un concepto muy discutible (he visto muchos Hamlets, de John Caird a Branagh, que no son en absoluto "reductores"), pero capto el mensaje: Hamlet me supera, vendría a decir Bieito, ergo sólo puedo enfrentarme a él reduciéndolo, centrifugándolo.

A propósito del Hamlet de Bieito y el de Nekrosius, que se representan en Barcelona

Dos. La primera impresión es, pues, que estamos ante más de lo mismo: una Operación Macbeth Bis. Pero con una gran diferencia: aquí la puesta en escena está mucho más ajustada, tensa, sin energías perdidas. Como en su Macbeth, Bieito "reduce" el inmenso caleidoscopio de Hamlet a uno o dos "temas": la corrupción de una familia y, de nuevo según sus palabras, "la angustia del hombre ante la muerte". Para mostrar esa corrupción, el sistema es levantar las faldas de todos los subtextos hasta la cintura y cargarse, con una gratuidad pueril, todo aquello que no encaje en sus intenciones. Unos pocos ejemplos: a) que Ofelia esté liada con su papá y le cante My heart belongs to daddy mientras él le mete mano; b) que Hamlet "necesite" hincharse de pastillas y alcohol para "ver" al fantasma, como si a esa cabecita le hicieran falta estimulantes o, c) que Claudio y el tándem Rosencrantz/Guildernstern le torturen, como en una peli de gánsteres, tras el asesinato de Polonio, convencidos de su extrema peligrosidad, y luego le dejen marcharse a Londres tan ricamente porque, claro está, no hay forma de "arreglar" esa transición. Tampoco van a librarse ustedes del edipazo tópico (Hamlet besando a su madre en la boca) ni del morbazo innecesario (Hamlet violando a Ofelia, cuando después de la andanada verbal que le ha soltado, la doncella ya va servida).

Tres. A ratos, demasiados, el montaje parece una versión isabelina de Juegos de sociedad, de Alonso Millán, o algo peor, pero atravesada, como es habitual en el teatro de Bieito, por inmensas fulguraciones teatrales. Para empezar, y a diferencia del montaje de Nekrosius, aquí no te aburres ni un momento y el trabajo actoral, con sus exasperaciones, es de un altísimo nivel. George Anton, que interpreta a Hamlet, es, para mi gusto, el más desigual. Durante demasiados pasajes de la primera parte da la impresión de que borra el texto a medida que lo dice, como si tuviera una prisa inmensa en sacárselo de encima para saltar a la escena siguiente. Pero cuando focaliza su objetivo y concentra su furia recuerda al mejor John Malkovich, calva incluida: la imprecación contra Ofelia y el careo con su madre, pese a los torpes remates ya citados, son grandísimos momentos de teatro, en los que "la situación" se lee con una claridad deslumbrante. Tanto Ofelia como Gertrudis son dos actrices de aúpa: Rachel Pickup (Ofelia) está todo el rato al borde del precipicio (convertir a su personaje en una tontuela de clase alta), pero no pega ni un resbalón y borda la escena de la locura. Y Diane Fletcher (Gertrudis), la mejor del reparto, muy en la línea de Vanessa Redgrave, está sencillamente inconmensurable, matizando hasta la última frase: lasciva, confusa, aterrada, y luego sumergida en una locura suavemente británica, recibiendo las peores noticias (gran idea de dirección) como si lo único que le preocupase fuera seguir removiendo el té en la dirección correcta; igualmente espléndido, con una furia medida y muy convincente, el Laertes de Lex Shrapnel. George Costigan es un Claudio eficacísimo pero demasiado empujado a la línea Joe Pesci, y Rupert Frazer, otro pedazo de actor, un Polonio muy político que, por "necesidades del guión", se ve obligado a perder la compostura demasiado pronto.

Cuatro. Hay ideas arriesgadísimas que, pese a su inverosimilitud, acaban funcionando, como convertir a "Ros y Guild" en los actores de La ratonera, y, sobre todo, el singularísimo tratamiento de Horacio, que transforma la función -ése es el "concepto" más renovador, el que más me seduce- en un musical secreto. Sentado ante un piano blanco (que toca de maravilla), Karl Daymond deja de ser Horacio (el original se va directamente a hacer puñetas) para mutar en un Ariel sarcástico, muy brechtiano, "comentando" la acción con sus melodías, y que tan pronto ejerce de sicario de Hamlet como de cámara de ecos en el interior de su cabeza: cuando conviene, encarna la voz del padre o la del enterrador, sin que por un momento el recurso, también al borde del abismo, resulte artificioso. Otro ejemplo de riesgo afortunado, el último: "resituar" el "ser o no ser" con Hamlet sentado ante el cadáver de Polonio, como si escrutara a la muerte de frente, en una sala de autopsias y, a la vez, acercando el micrófono al público para que nuestro inmenso silencio responda a sus grandes preguntas. Pero el mayor riesgo es, ahora, el de Bieito: tras Macbeth y este Hamlet se enfrenta a quedar atrapado en su "manera". Debería saltar cuanto antes a otro territorio si no quiere acabar imitándose a sí mismo o convertido en una marca de fábrica (The Catalan Bad Boy) para uso de festivales internacionales.

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