Crítica:CRÍTICA

Ingenuidad y pedantería

En la aún no estrenada Los abajo firmantes, el estupendo homenaje que Joaquín Oristrell rinde a los comprometidos actores españoles que se pusieron a la cabeza de las reivindicaciones contra la guerra de Irak, una de las cosas que se nos recordaban era que los actores se mueven a veces por puro narcisismo, que el aplauso es una recompensa ante la que difícilmente se puede mantener la compostura. Ahora, en el que es su segundo filme tras el éxito impensado de El Bola, Achero Mañas regresa al mismo territorio, los actores y la esencia de su trabajo, el éxito, su recompensa y sus se...

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En la aún no estrenada Los abajo firmantes, el estupendo homenaje que Joaquín Oristrell rinde a los comprometidos actores españoles que se pusieron a la cabeza de las reivindicaciones contra la guerra de Irak, una de las cosas que se nos recordaban era que los actores se mueven a veces por puro narcisismo, que el aplauso es una recompensa ante la que difícilmente se puede mantener la compostura. Ahora, en el que es su segundo filme tras el éxito impensado de El Bola, Achero Mañas regresa al mismo territorio, los actores y la esencia de su trabajo, el éxito, su recompensa y sus servidumbres. Y lo hace con un filme que ni el peor de sus enemigos podrá tildar de deshonesto; pero sí de ingenuo -lo que no es, para el director, ningún desdoro-; y de pedante.

NOVIEMBRE

Dirección: Achero Mañas. Intérpretes: Óscar Jaenada, Ingrid Rubio, Juan Díaz, Javier Ríos, Adriana Domínguez, Juan Diego, Héctor Alterio. Género: drama. España, 2003. Duración: 104 minutos.

Lo que cuenta Noviembre, con una estructura de filme de ficción, aunque con las formas de un falso documental biográfico en el que unos actores, treinta o más años después, recuerdan la vida de un amigo común, los orígenes en la profesión, sus encendidas polémicas, no es otra cosa que el viejo tema de la pureza revolucionaria enfrentada al posibilismo del vivir cada día; el irresoluble dilema que, desde que desde siempre, diría Umberto Eco, enfrenta a apocalípticos con integrados. Los miembros del grupo teatral cuyo nombre es el del filme se conocen en Madrid, en la misma escuela de interpretación de la que su maximalismo terminará haciéndoles desertar.

Desde ahí, a partir de la magnética personalidad del biografiado, que no por casualidad se llama Alfredo, como Alfredo (Mañas) se llamaba el propio padre del director, y cuyos reales desvelos en pro de un teatro más digno son los que homenajea el filme, Achero construye un artefacto que es ante todo un espacio de discusión. Sobre la pureza del arte de representar la realidad, pero también de cómo no caer en la comercialidad, mantener la pureza, dar cuerpo y sentido a un teatro que no sólo interrogue a la sociedad, sino que provoque su cambio: como si eso fuese aún posible sólo desde esas mismas trincheras.

El resultado es una película que se propone a sí misma como si nadie antes hubiese debatido sobre estas cuestiones -de ahí su inmensa pedantería-, como si todo estuviera aún por construir, como si su espectador no hubiese visto, una y mil veces, el naufragio de las mismas estrategias sobre las que, con más candor del necesario, Mañas se pronuncia. Es tan ingenua que bordea la tontería, tan inane que provoca aburrimiento; es, en fin, un paso atrás en la carrera de uno de los más prometedores cineastas de nuestro cine.

Óscar Jaenada, en una secuencia de Noviembre, de Achero Mañas.
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