Columna

Los desmontes

De los tres chavales que se aventuran a la hora del crepúsculo por esta parte de Madrid liberada del comunismo por el Generalísimo Franco, el más alto ejerce de cabecilla; el que marcha a su lado actúa de lugarteniente y recibe sus consultas, y el tercero, como está recién llegado a la capital de España y además es bajito y gordinflón, secunda sin rechistar las iniciativas de sus compañeros y procura no caer en los terraplenes y abrir bien los ojos para no perderse el espectáculo de la casa encantada donde, según dice la leyenda, cuando la oscuridad se apodera de la tierra, suena la música....

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De los tres chavales que se aventuran a la hora del crepúsculo por esta parte de Madrid liberada del comunismo por el Generalísimo Franco, el más alto ejerce de cabecilla; el que marcha a su lado actúa de lugarteniente y recibe sus consultas, y el tercero, como está recién llegado a la capital de España y además es bajito y gordinflón, secunda sin rechistar las iniciativas de sus compañeros y procura no caer en los terraplenes y abrir bien los ojos para no perderse el espectáculo de la casa encantada donde, según dice la leyenda, cuando la oscuridad se apodera de la tierra, suena la música.

Esa casa donde se produce el prodigio se sitúa en el territorio de la Guindalera y, en particular, en la calle del General Mola, director del equipo de militares que se sublevaron contra la Segunda República a mediados de julio de 1936. Un año más tarde murió este hombre y no alcanzó la fama del Caudillo; pero ninguno de los chicos del barrio lo olvida, porque si no pronuncian claramente su apellido y graduación a la vez que levantan el brazo patriótico, el cura de la catequesis planta sobre su mejilla la bofetada de acero y les devuelve a la chabola de sus padres sin el paquete de ropa y alimentos de Auxilio Social.

La calle del General Mola arranca en la de Alcalá y termina en esta meseta de desmontes que recorren los chavales. Son desmontes calcinados en agosto, nevados en invierno, azotados por el viento de febrero y cuarteados por la lluvia hasta sumergir en barro la pisada más hábil. Un día, la excavadora allanará el camino para que la calle que aquí queda interceptada por badenes y zanjas se una a la que, más allá de este paréntesis, aglutina comercios y viviendas hasta la periferia de Chamartín de la Rosa. Y la nueva gran avenida conservará la denominación del militar golpista que llevaba años muerto cuando el alcalde la inauguró.

Pero la calle había nacido dedicada a otro militar, aquel Baldomero Espartero a quien el monarca Amadeo concedió el título de Príncipe de Vergara por su intervención en la primera guerra del Norte, clausurada por el convenio de 1839. Tras la Guerra Civil de 1936, el Príncipe de Vergara fue desplazado de las placas municipales madrileñas por el conspirador aliado del Caudillo. Y al restaurarse muchos años después el nombre primitivo de la calle, se bautizó con él la estación de metro instalada a su comienzo y desde la que se divisa la estatua ecuestre alzada en su memoria junto al parque del Retiro y famosa entre los mirones por los atributos del caballo.

Cuando la avenida corresponda de nuevo al Príncipe de Vergara, los chavales de los desmontes serán hombres de provecho, padres de familia y alguno, quizá, concejal de un ayuntamiento democrático. Y seguramente los tres recordarán esas excursiones por la durísima ondulación de la Cruz del Rayo hasta el chalet señalado por la admiración popular. Cerca, en una trinchera que no era el único recuerdo dejado en el paisaje por la inmediata Guerra Civil, los chavales hundían el cuerpo y asomaban la cabeza, igual que los combatientes. Y en la noche despiadada aguardaban el hechizo del concierto que alumbraba un horizonte de esperanza en su miserable existencia de golfos que viajaban en el tope de los tranvías y escupían donde estaba prohibido hacerlo.

Ya desaparecía el sol por donde el Generalísimo firmaba las sentencias de muerte; ya las estraperlistas rondaban las salas de fiesta de la Gran Vía; ya cerraban los puestos humildes de boniatos y castañas; ya iluminaban los candiles las casonas de suburbio, y mientras la radio difundía por los hogares el parte político y la charla de orientación católica, en esa zona laminada por la miseria que sólo un chusco llama Prosperidad, la expectación de los chavales se centraba en ese punto concreto donde la aguja del gramófono frotaba la superficie del disco -igual que la mano de Aladino sobre la lámpara- y así surgía, primero confusa y, al poco, centelleante y sobrecogedora, la voz que encendía los sueños.

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¡Y esa vibración que extasiaba a los chavales y prendía en la tiniebla de Madrid como la antorcha de la quimera revolucionaria, todavía congrega a las gentes al atardecer en el número 146 de la calle de Príncipe de Vergara, ante el espacio donde hoy se eleva el Auditorio Nacional de Música!

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