Bilbao, al calor del Guggenheim

En una década, la capital vizcaína se reinventa y multiplica sus visitantes

A los admiradores del Bilbao de toda la vida nos está costando trabajo habituarnos a su nueva imagen. Cuando la ciudad era tétrica, un poco sucia y con los edificios estropeados, parecía el cuadro de uno de esos pintores británicos del siglo XIX -como el maravilloso Atkinson Grimshaw- especializados en la bruma marítima y el cielo encapotado; un lugar ideal para la melancolía portuaria y el impermeable. Siempre estaba oscura Bilbao, al mediodía también, y entre ese lado sombrío y los aromas levemente pútridos que emanaba la ría, la ciudad tenía el hermético encanto de los lugares temibles e im...

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A los admiradores del Bilbao de toda la vida nos está costando trabajo habituarnos a su nueva imagen. Cuando la ciudad era tétrica, un poco sucia y con los edificios estropeados, parecía el cuadro de uno de esos pintores británicos del siglo XIX -como el maravilloso Atkinson Grimshaw- especializados en la bruma marítima y el cielo encapotado; un lugar ideal para la melancolía portuaria y el impermeable. Siempre estaba oscura Bilbao, al mediodía también, y entre ese lado sombrío y los aromas levemente pútridos que emanaba la ría, la ciudad tenía el hermético encanto de los lugares temibles e impenetrables. Ahora que está clareada, seca y toda pintada -y hay que reconocerlo, tan bella en la transformación-, parece que hasta el clima se ha puesto de su parte, no sólo en este verano hirviente que acabamos de sufrir; pasé allí tres días seguidos a finales de marzo en los que el sol brilló alicantino a todas horas, y el chaquetón de punto grueso que llevaba, friolero que soy, tuve que amarrármelo por las mangas en la cintura como un adolescente de excursión.

El metro de Norman Foster, el museo de Frank Gehry, hoteles diseñados por Javier Mariscal y Antonio Miró. Un nuevo y luminoso urbanismo invade la ciudad, que se vuelve hacia la ría y respira entre el mar y la naturaleza.
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El cambio urbano empezó hace al menos una década, y yo mismo me vi sorprendido en 1995, volviendo después de muchos años a la lóbrega ciudad muerta que tanto me gustaba, por la mole airosa del remozado teatro Arriaga o por esas orugas de acero y cristal que dan acceso a las estaciones del metro bilbaíno, una extraordinaria obra de arquitectura e ingeniería con la que Norman Foster se mostró tan atento al confort del viajero como dispuesto a recordarle en todo momento el expresionismo de los mundos subterráneos. Ya entonces, recién inaugurado ese gran homenaje simbólico de Foster a Piranesi, se podía ver el esqueleto que Gehry levantaba en la orilla del Nervión frente a Deusto.

Pero apareció en el tejido urbano, rematado y coruscante, el Museo Guggenheim, y ese edificio de insolente personalidad ha sido, como se sabe, un foco de atracción hacia la ciudad, que a la vez ha reconvertido de manera dinámica el barrio antes mortecino donde se sitúa la magistral obra de Frank Gehry. Empezaba una segunda fase, tal vez aún abierta a nuevas sorpresas, de la un día austera y ferruginosa ciudad, que también cuenta, por cierto, con el nuevo aeropuerto de Sondika, diseñado por Santiago Calatrava, muy en la línea volatinera pero cautivadora (y funcional) de sus galerías cubiertas, puentes y pasarelas fluviales (en Bilbao tiene una).

En un reciente viaje a Bilbao, yo también fui arrastrado, como es natural, por el imán titánico del Guggenheim, yendo a caer en una inesperada catalanidad ambiental. Todos sus aledaños se han llenado de galerías de arte y tiendas de diseño moderno, pero aquí voy a referirme fundamentalmente a los dos singulares y en cierta medida contrapuestos -por no decir rivales- establecimientos hoteleros que se han inaugurado en la Alameda Mazarredo, frente al museo de Gehry: el Gran Hotel Domine, obra de Mariscal, y el hotel Miró, diseñado íntegramente, como quizá con orgullo anuncia su nombre, por Antonio Miró.

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Formas sinuosas

La primera duda que se me presentó fue, claro está, en cuál de los dos pasar la noche. La diferencia de precio podía ayudarme rotundamente en mi decisión, pero confieso que, tras visitar ambos, opté por el menos caro, el Miró, no por tacañería, sino por contrapeso psíquico. Sabiendo que las formas sinuosas y lábiles del edificio de Gehry me iban a hacer partícipe del don de su ebriedad, nada mejor para dormir las monas que el reglamento franciscano de Antonio Miró. No me vi defraudado por el bello y austero raciocinio imperante en las habitaciones (aunque las individuales son, más que minimal, minúsculas), pero hay que señalar que no se libran de una lacra hotelera muy extendida: el pésimo aislamiento acústico entre habitación y habitación y entre éstas y los pasillos. Resulta un despropósito que, refugiado el viajero exhausto en los sosegantes espacios temperados por el buen gusto, el predominio de los colores fríos y una exquisita delicadeza en los detalles más nimios (me subyugó la jabonera del baño), su sueño o la sesión de yoga que ese ámbito le empuja a hacer se vean interrumpidos por el rugido del váter vecino o las pisadas de unos tacones femeninos en los techos.

La fachada del hotel Miró respeta con sencillez y cordura la línea edificatoria de la calle, cosa que no hace la del cercano Gran Hotel Domine, con sus rimbombantes y feotas planchas de vidrio orientadas hacia el Guggenheim que tiene enfrente (para mayor desgracia, lo que en ellas se refleja es lo más trasero y humilde del edificio de Gehry). Ahora bien, una vez en su interior, el Domine es una caja de juegos de magia casi inagotable. El vestíbulo acoge fogosamente con su largo sofá rojo y sus lámparas colgantes, pero el largo y oscuro mostrador de la recepción no abruma, y en suelos y paredes, Mariscal parece seguir más el seny catalán de su escuela que el disseny valenciano de su cuna. Algo, sin embargo, nos llama la atención tentadoramente al fondo del hall: una escultura o falla de piedras embolsadas que se yergue en el hueco del patio de escalera, aparatosa, divertida, muy atractiva, sea una cosa u otra. Sin abandonar el vestíbulo, vemos también una instalación de espíritu brossiano en forma de cascada de aguas conceptuales próxima a la pequeña galería comercial que conduce a la fachada posterior del hotel, muy bien encajada en la calle de Lersundi. Las habitaciones son amplias y juguetonas, la terraza sobre el museo ofrece por fin la vista más deseada, hay un rincón de lectura con sillones grandotes donde los libros quizá sobren, y tiene también mucha gracia el bar Splash & Crash, levemente art déco (sección náutica) y con taburetes de puticlub. Debo decir, sin embargo, que la repostería y los desayunos del Miró, servidos en el saloncito de estilo órdenes menores tan característico del modista catalán, nada tiene de rutinaria cocina de refectorio, superando en capricho gastronómico lo que ofrece el Gran Domine.

Los museos

Pero decíamos que antes de dormir y desayunar había que ver el museo; los museos, pues por mucho que el Guggenheim chupe hoy plano de manera inmisericorde en la superproducción americana en que se ha convertido este nuevo Bilbao, no se puede olvidar que a pocos metros, en el centro del bonito parque de Doña Casilda de Iturrizar, sigue estando uno de los mejores museos de España, el de Bellas Artes, con una colección permanente de extraordinaria calidad. De hecho, no hay posible comparación artística, hoy por hoy, entre los extraordinarios contenidos pictóricos del uno y los pocos y prestados del otro, aunque, desde luego, el continente del Guggenheim constituya en sí mismo una gran obra de arte. Tan poderosa que no le cuesta esfuerzo sobreponerse y a la vez ignorar la presencia que en el entorno del museo ha adquirido la bobalicona (y resultona) escultura vegetal del perrito gigante de Koons, donde no hay pareja de novios, colegio ni grupo excursionista que no se haga la foto.

En estos momentos, el Guggenheim presenta (hasta el 7 de octubre) una gran retrospectiva de Calder que irá después al Reina Sofía, aunque ni siquiera las hospitalarias salas madrileñas podrán rejuvenecer tanto los móviles de Calder como lo hacen los espacios interiores de Gehry, abiertos al trampantojo incesante y las perspectivas vertiginosas. La impresionante sala 104 de la planta baja la ocupará hasta el año próximo una muestra, sacada de los fondos propios del museo, de cinco grandes escultores del siglo XX, en la que destacan especialmente, a mi juicio, las espléndidas obras de Richard Serra y Richard Long.

Nervión abajo

Merece la pena, abandonando por unas horas el brillante estilismo florecido alrededor del Guggenheim, seguir Nervión abajo hasta Portugalete, la rive gauche de la ría, y no sólo hidrográficamente. La mejor manera de llegar a este agradable pueblo o barrio bilbaíno es la más antigua, el pequeño transbordador que, suspendido del famoso puente colgante de 1893, lleva ininterrumpidamente peatones y vehículos desde el señorial resort de Las Arenas a la laboriosa margen izquierda. El contraste entre ambas poblaciones no puede ser más plástico. Las Arenas es una fantasía arquitectónica de los grandes industriales bilbaínos, que se hicieron construir sobre la playa lo que ellos pensaban que eran chalets del Alto Renacimiento o caseríos Tudor. Portugalete -junto a Sestao, Barakaldo o Santurtzi- representa a la mano de obra, hoy mayoritariamente en paro. Pero, ya que nos metimos antes en el proceloso abismo de la hostelería, conviene señalar su Gran Hotel Puente Colgante, que acaba de inaugurarse en un precioso edificio del siglo XIX con fachadas de color pastel que nada tiene que ver con la crema catalana.

Una de las tres reproducciones de la escultura Mamá, de Louise Bourgeois (París, 1911), frente al Museo Guggenheim de Bilbao, que ha recibido desde su apertura, en el otoño de 1997, cerca de seis millones de visitantes.SANTOS CIRILO